LOS ANGELES DEL ARROYO
El duque se sonrió con expresión de resignación.
— Aloún día tendría que ser—dijo. Y puesta su mano
con la pluma por Clara en el lugar donde debía firmar,
puso su nombre lo más claramente posible.
—¿Pero eso qué es? —preguntaba por lo bajo Neme-
sio a Colás,
— ¿Qué sé yo? Ya lo sabremos.
Cuando el duque acabó de rubricar su firma, dijo
Clara:
—Lo que acaba de firmar mi marido es un codicilo que P-
expresa su última voluntad, el cual os voy a leer y firma- E
ré yo en unión de Colás y Nemesio, como testigos.
Y Clara dió lectura al documento, con no. poca estu-
pefacción de Marieta, que se arrojó orando sobre su
abuelo, al que besó en la frente repentinamente.
—¡Gracias, abuelo, gracias! —exclamó.—Creo que esto
lo debo al cariño de Clara.
—No lo creas; ha sido tu abuelo quien ha iniciado ese
pensamiento, que yo he acogido con tanto más júbilo, 4:
cuanto que ha coincidido con un propósito que yo res= ]
pecto a ti abrigaba, y que ya no digo por no quitar mé- ;
rito al acto espontáneo de tu abuelo.
—De todos modos, Clara, tu conformidad con la vo-
luntad de mi abuelo, merece toda mi gratitud.
El duque, después de aquel esfuerzo para hablar y |
poner su firma, cayó, con sus fuerzas agotadas, sobre las
almohadas,