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LAURO LAURI 
Y sentándose al volante puso el motor.en marcha y tomó 
por la calle de Atocha. 
Don-Juan, al verse solo, quitóse la blusilla y la arrojó al 
Manzanares, 
“Arrojemos al agua los testigos—se dijo—. En mangas de 
samisa no llamaré tanto la atención.” 
Y hablando para sí fué internándose poco a poco en el 
frondoso parque de la Arganzuela. 
Allí estaba la casita que ya conocen nuestros lectores por 
haberles llevado a ella cuando murió José Navarro, después 
le haberle asistido con tanto amor la abneyada Mercedes. 
Aquella casita, alquilada a sus dueños por el misterioso, 
tenía un modesto mobiliario y estaba al cuidado de una mu- 
jer de edad llamada la señora Isidra. 
Don Juan llamó en la puerta. 
—¿ Quién va?—oyó preguntar desde el interior de Ja casa—, 
Espere, sañor Blas--añadió al ver a don Juan por el ventanu- 
co que tenía la puerta. 
Muy pronto abrióse la puerta y en el umbral apareció la 
señora Isidra, que,era una mujer de cierta edad. 
—¡Jesús! ¿Qué le ha pasado.a usted, que viene tan pálido y 
en mangas de camisa? 
— (Jue me han asaltado Y herido dos ladrones, de los que Mi 
lagrosamente he podido escapar, dejando la blusa entre sus 
manos, señora Isidra. 
—¡Jesús!... ¡Jesús! ¿Y dónde ha sido? 
—Junto al barrio de las Injurias. La herida no es MUY 2la- 
ve: pero me han quitado la cartera con más de mil reales. 
—¡Qué barbaridad! ¡Ande, ande; pase a su alcoba y métaso 
en la cama, que voy a ponerle una botella de agua calionte 
para que sude! 
Ñ O , 
1, 81,
	        
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