1802 LAURO LAURI
—Cierta vez me habló de ello; pero ya hace mas de un mes.
— ¿Y ahora querrá que le avisemos? Si quiere, yo mo acer»,
caré y se lo diré.
—No, no. Me corresponde ir a mí. Aquellos harrios no. es-
tán para usted.
Miró a Marilina, que dormía abrazada a su hija, y le puso
una mano en la frente.
—¡Qué fiebre más alta tiene l—musitó—. ¡Tóquela usted,
doña Rosa!
Esta la tocó e hizo una mueca de disgusto.
—¡Qué horror! —dijo.
—Hay que avisar por teléfono a don Manuel,
—Y no debemos tardar en avisarle, porque tanta Tiebre no
me hace gracia. No abre los ojos ni se mueve, Esto no tiene
nada de normal.
Merceditas la besó, y parecía como si la frente de la ese
posa de don Alvaro quemara,
— ¡Marilina! —llamóla, moviéndole la cabeza, con suavie
dad—. ¡Marilina!
Un débil gemido salió de su garganta, pero no abrió los
ojos ni se estremeció.
—Hay que llamar inmediatamente por teléfono a don Ma-
nue] Aracil—dijo Mercedes.
Bajó a la calle e hizo la compra del día con gran apre”
suramiento.
En una tienda de ultramarinos vió un teléfono y pidió
que la dejasen hablar,
Accedieron, y Mercedes llamó a Manuel, que aún no había
salido de su casa de la calle del Rollo,
“¡Eros tú, Merceditas?
”_—Mercedes soy, Manuel... No me pasa a mi néa... lis qUe
Marilina ha tenido una niña a las dos de la mañana... Y te