LA LEY. DEL AMOR 269
Muy bajo, algo jorobado, tiraba muy bien a la escopeta y
tenía uba fuerza extraordinaria, Al hombre que cogía su mano
de hierro no se escapaba. Habitaba en la casa desde la muerte
de sus padres, y ninguna mujer hubiera accedido a ser esposa
suya debido a su figura monstruosa. Le llamaban “Mojami-
ta” por lo moreno de su rostro.
Al ver a don Alvaro se quitó su sombrero acampanado,
—Muy buenas tardes, hermanito—le saludó Malaespina—,
Aquí hemos venido a molestarte. y
El jorobado hizo un movimiento negativo y estrechó la
mano que el mejicano le tendía.
-—¿Qué tal están los amos?—inquirió con su acento aguar-
dentoso.
-— Bien, hombre. ¿Y tú?
—Nunca estoy malo, señor,
—Más vale así, Bien: Aquí tralgo a la casa a mi señora y a
mi niña. Quiero que me las trates bien y que no las dejes de
la mano. Esto quiere decirte que aunque se lleven la dehesa
tú no te apures; pero que no $e las lleven a ellas. ¿Quedas en-
terado?
—»í, señor. (Quiere usted decirme que al primer hombre que
las mire con malos ojos le pegue un tiro, ¿no?
—Algo así por el estilo, >
—Muy bien. Ahora entremos a la casa, de la que desc de ahora
serán dueñas.
Y abriendo la puerta de la casa las invitó a entrar, ha-
ciéndolo él el último.
La casa estaba dividida en ocho habitaciones del mismo
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tamaño, teniendo, además, un corral, en e que había un Ca-
ballito de poca alzada
Don Alvarc enseñó todas e peon s de la casa. a la gitana.
11Ó para dormitorio de ella y de su hija una-que tenía
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