LA LEY DEL AMOR 667
«No lo creo—repuso. Manrique, ha ¡ciendo un gesto negati-
vo—., No obstante, le diré al chófer que no le pierda de vista
un solo instante,
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isi lo n1zO, y el chófer pisó con más tuerza el acelerador,
Y llegaron a la Puerta de Toledo.
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-—¡ Ha desaparecido el auto!-—exclamó Mercedes con cierta
inquietud.
No se le ve; pero no se alarme, señorita. Habrá tomado
debido a la aglomeración de tranvías que hay en la calle de
Toledo, por aleuna otra de las adyacentes.
—Muy bien puede haber ocurrido eso, señor; pero yo no
estoy tranquila.
Manrique sonrió.
-—No tardará usted en tranquilizarse; lo que tardemos en
Meg
«a la calle del Marqués de la Ensenada.
El chófer, que les escuchaba y se había dado cuenta del
motivo que les inquietaba, apresuró aún más la marcha, con
l- riesgo de chocar con aleuno de los innumerables ¿bclos
existentes en aquel lugar. No tuviéron el menor accidente y
pronto llegaron al Palacio de Justicia.
—¡No está !-—exclamó Mercedes, poniéndose más pálida que
un cadáver
— ¡No está!-—repitió el agente, también muy nerviogo—,
Quizá le hayamos adelantado. ¡Mírele! '¡No, no; no es el
coche donde va Manuel! ,
Y saltando a tierra empezó a pasear. Un cuarto de hora
E transcurrió sin ás «el esperado coche donde iba el des-
dichado Aracil.
“Muéeho wa, í
ardando—músitó Manrique de Lara—. ¡¡ Ha-
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bi 10 SUfrido aleún accidente?
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Y de pronto el nombre de don Juan Manuel Aracil asaltó
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su mente