3206 LAURO LAURI
,
—Sí que me gustaría, pero no puedo moverme de Madrid.
—Me llevaré entonces a Manolito y a las niñas,
—Te los puedes llevar adonde quieras. Ellos no tienen tad»
to trabajo como yo y además están en la edad de divertirse.
—No iremos muy lejos de Madrid. Pienso llevarles a UN
pueblecito que está muy cerca de Alcalá.
Quedaron en salir al día siguiente, y después de hablar
un buen rato dieron un paseo por el jardín, quedándose Adol-
fito a: comer en la quinta.
Abelín oyó hablar a dos jardineros, uno de los cuales 16
decía al otro que aquel elegante señorito y la joven Marilina
eran novios hacía ya más de un año.
“¡Ah!-—-murmuró sordamente el malvado—. ¡No seró
suya! ¡Antes la mataró!”
Aquella noche durmió muy poco y mal. >
Al día siguiente, a eso de las “diez de la mañana, llegó
Adolfito a la quinta en un magnífico auto, que era el último
regalo que le habían hecho sus padres. Hijo único, era UN
muchacho mimado al que nada se le negaba. Manuel y Ma-
rilina habían hablado de que era un buen partido para SU
hija.
—Queriéndose los dós, yo no me opongo a sus relaciones:
—Haríamos muy mal en ponerles obstáculos si ellos $
aman, ya que Adolfito, aparte de ser el heredero de una for-
tuna caleulada en diez millones de pesetas, es un buen Mmu-
chacho.
-—Pero que no se crean sus padres que nosotros le vamos
a meter nuestra hija por los ojos para que se case con ella.
Marilina se puso más encarnada que los claveles del jaT”
dín de la quinta al pensar que su marido lo había dicho po!
ella. Su hija valía mucho para tener que metérsela a ningún
hombre por los ójos.