LAURO LAURI
—Ramiro—le dijo Abelín, mientras que tomaban el des
ayuno—, quiero que me hagas un favor,
—Mil que tú quieras, ¿Qué hay que hacer? ¿Te hace falta
dinero? Te puedo dejar hasta cien pesetas para que te arte
gles unos días.
—No...; no es dinero lo que necesito. Es que me he ente”
rado que han venido a Madrid unos de mi pueblo y quisierá
ir a verles para ver si me traen algo, o, al menos, que me di-
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gan lo que pasa por allí. ¿Tú le podrías decir al señor MaroW
o a don Manuel que me de marchado, y que hasta la noche
no pienso regresar? Es que el señor Menta no viene hasté
las diez, y yo me quiero marchar ahora mismo.
—Nada, hombre; márchate tranquilo, que yo se lo dire.
Abelín se puso la ropa de los domingos, y a los pote
> y , A pl CI 3 la TO"
momentos salía de la quinta, dirigiéndose a un bazar de YO
pas hechas, donde se compró un trajecillo muy inodesto, W”
mono azul y una blusa larga como las que llevan los tendero*
de ultramarinos, ;
Hizo un paquete con todo y salió a la calle, dirigiéndos
a una droguería, y. de allí, a una tienda de obicióa usados. L0
mismo en la una que en las otras adquirió lo que necesitabi:
—Bien—musitó—: “Al éter y a la ganzúa no hay hombr*
ni puerta que resistan.
Además de la ganzúa había comprado tres o cuatro hertY
mientas más, propias del oficio que trataba de desempeñar, 7
con. todo ello se dirigió al portal de una casa semiderruida, *P
el quese puso el mono azul, e impregnando un pañuelo con
éter se lo guardó en. una cajita de hojalata.
“Esta es mi mejor arma”, se dijo, tomando a buen pat
el camino del barrio de Argiielles, donde habitaba AdolBW
Miraflores.