2412 LAURO LAURI
No tardaron en observar el efecto maravilloso de la n=
yección, Manuel llamó a don Miguel, que estaba hablando
con el secretario en la puerta de la sala,
—¡Mire, señor juez!
El magistrado dirigió su mirada a la accidentada y vió
que ósta les miraba con los ojos muy abiertos.
— Qué es esto?—musitó—. ¿Quién me ha traído a esta sala?
Don Miguel acercóse a la joven y Aracil volvióse de es-
paldas para no ser reconocido.
—¡¿Se llama usted Isabel Malaespina?—le preguntó don ,
Miguel.
—$Sí, señor—tartamudeó la niña.
—¿Quién la ha herido o maltratado?
—¿Que quién me ha herido? Noto sé... ¿Dónde tengo la he-
rida, que no la siento?
Y con gran agilidad palpóse las diversas partes de su
cuerpo. En ninguna de ellas experimentó la menor sensación
de dolor.
—El hombre alto no me hizo nada—dijo—. Fuí yo la que te
asustó.
— Quién es el hombre alto? ¿Acaso un joven llamado Ma-
nuel Aracil?
-¿Manuel Aracil? ¿Quién es ese joven? ¡Ah! ¡No, no!...
El hombre que se me apareció no era él,
—¿ Y no sabe usted su nombre?
No. Era un hombre muy alto y llevaba una blusa gris,
como los tenderos de ultramarinos
—¡ Y qué le dijo?
—No me dijo nada, Me miró... y sonrió. No recuerdo nada
más. Aquel hombre, más que un sér humano, debía ser un,
duende, una sombra astral.