LAURO LAURI
terceuiías. besó: a, la ¡pequeña Marilina, a. Manolito, no
gin ponerse acarminada, y a Jeromo el mulato.
-¡(Qué casa más bonita tienen! —articuló.
Y sus hermanos la llevaron a ver el jardín y todas las na-
bitaciónes.
—Mira, aquí en mi alcoba te pondrá la doncella una cama
y hablaremos hasta que nos quedemos dormidas,
-——Me tenéis que llevar a ver las bellezas que encierra el in-
terior del Monasterio,
- Mañana mismo os llevaré a las dos-—dijo Manolito
¡Y a ver la Silla de Felipe 11! —añadió Marilina.
Manuel también estaba jubiloso.
--Aquí no la encontrará don Alvaro
por mucho que la bus-
que—le dijo a su amante.
¡Quién sabe! —arguyó ella, tras. de quedar unos momentos
abismada.
—¿Urces que nos encontrará ?»¡No le temas tanto!
— ¡Que Dios no le traiga por aquí!
—Y si lo trae, será para morir; no te quepa de ello la menor
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— ¿€ Aatreverias a mancharte con su sangre?
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sabido más que atormentar siempre ¿
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log que na tenido a su alrededor, aunque hayan sido, una
mujer como tú o su propia hija,
Y los ojos de Manuel brillaron como dos hogueras infer-
hales.
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-——¡No me pongas nerviosa, Manuel!
——Tú eres la que no tiene que hablarme del hombre por
cuya causa la domadora Isabel puso a mi hijo entre las ga”
rras del león. No quiero que manches tus labios con su nom-
bre,