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—Me lo imponen deberes para mí más sagrados que to-
dos los otros deberes—hizo constar—; el deber del bien de
la patria y el deber del bien de todos.
Sin oponerse a ello, puesto que por ello precisamente le
admiraba, siendo aquella admiración entusiasta la base más
sólida de su desventurado amor, Azucena preguntó:
—¿Y yo? Porque a Madrid no podré seguirte, puesto que
en Madrid están mi esposo y mi padre. ¿Y mi madre? Por-
que tampoco puede seguir en Barcelona abandonada.
Por lo que a ella se refería, Teresa hacía suyas con sus
gestos las preguntas de su amiga.
También a ella la espantaba el porvenir.
—Eso es lo que necesito—repuso Fermín—, y eso es lo
que busco: un lugar seguro donde poderos depositar a ti, a tu
madre y a Teresa.
Declaró, aunque no era necesario:
—No es que de vosotras prescinda. ¡Eso nunca! Pero
necesito la seguridad para vosotras y la libertad para mí.
Edit y Eliseo volvieron a ofrecer:
. —Pueden continuar aquí, a nuestro lado, todo el tiempo
que sea preciso.
—Y a muestro lado puede ser traída también la madre de
Azucena.
Volviendo a darles las gracias, Fermín y «Alegret» opi-
naron: e Ae
—No basta,
—Aquí no podrían estar siempre.
—Podrían ser descubiertas.
—Y las tendríamos demasiado lejos.