442
za arrulla nuestros ensueños. Pero yo... ¡un solo bien tenía
Y«“. lo he perdido! '
—¡No,- Fermín! ¡No lo has perdido!-—le replicó elevan-
do la voz, que resonó como una música celeste bajo la pé-
trea bóveda de la capilla, Azucena—. ¡Si yo soy ese bien
a que te refieres tú, tuya soy, toda tuya, y no de ese hom-
bre que, sólo explotando el amor que te profeso, para sal-
varte, pudo conseguir arrancar de mis labios un «sí» ante
el altar que, de otro modo, yo no hubiese llegado a pronun-
ciar nunca!... :
»Oyeme por caridad, Fermín... Quiero que no renun-
cies a seguir viviendo... Por tu madre...
—Por mi madre—repuso con acento doloroso el reo.
—¡Y por mi también, Fermín de mi alma! ¡Por ti, a
quien quiero yo más que a la propia luz que alumbra mis
ojos!....
»Digaselo usted, que tanto cariño le profesa — añadió
Azucena con tono suplicante, dirigiéndose a «Alegret».
—$í, mi teniente, es preciso que se ponga usted a sal-
vo. Y es preciso también... que no sostengamos estas con-
versaciones en voz alta. ¡Si llegasen a oírnos, estábamos lu-
cidos!.... :
»Hay que actuar sobre la marcha. La situación en que
aquí nos hallamos es más comprometida que si nos estuvié-
semos balanceando sobre el cráter de un volcán...
»Mi teniente, usted tiene que trepar hasta esa tribuna
donde está la señorita Azucena... No disponemos de una
mala escalera, pero no importa. La altura es relativa... J,
aquí en la capilla no escasean las sillast. por fortuna para
NOSOtrog.