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cuchábale anonadado, inmóvil y silencioso, sin valor para
protestar de sus insultos y sin ánimos para salir del que fué
Su encierro.
—¡Me la roba!—pensaba desesperado, fijando su mira-
da u la vez furibunda y temerosa, en el amoroso grupo for-
mado por Azucena y Fermin, que seguían con las manos
enlazadas mirándose sonrientes, cual si las ilusiones del
porvenir al verse juntos, borrasen en ellos toda noción de
los peligros del presente y de las amarguras del pasado.
Era lo que más sentía, lo que más le trastornaba, y a
pesar de ser hombre, y a pesar de ser militar y a pesar de
haber tenido empeño hasta entonces en pasar por valiente,
no sabía cómo impedirlo, aunque intentarlo le costara la
vida.
Era la presencia del «Alegret», del que ie venció, del
que le aprisionó, del que le redujo a la impotencia, lo que
le contenía.
Sería capaz de repetir su hazaña si para ello le daba
motivos, y por esto no osaba ni gritar siquiera demandando
ayuda.
—Conque ya lo ves, marqués de Bisbal —terminó dicien-
do Joaquín sarcásticamente, a modo de despedida—, ya lo
sabes;-el hombre inocente, el defensor del pueblo, el héroe
glorioso que tú por celos y por envidia trataste de sacrifi-
car, yo lo salvo por gratitud, por justicia y por admiración,
en desquite y expiación de mis involuntarios delitos.
»A él le espera la felicidad, y a ti te aguardan el sufri-
miento y la vergúenza. ¡Cada cual consigue, al fin, tarde o
temprano, su-merecido! :