469
mordaza y ligaduras, y saltando del armario, libre ya de
todo temor:
—¡A ellos!—repitió gozoso.
Y declaró, aunque no era preciso, pues estaba a la vista:
—Son el reo de muerte, disfrazado con mi uniforme de
capitán de húsares para poder huir, y el prisionero «Ale-
ereb», disfrazado a su vez con el uniforme de carcelero para
facilitar la huída.
Lia escena que allí se desarrolló entonces fué indescrip-
tible.
Al verse separada de Fermín por los que de él se apo-
deraron, Azucena lanzó un grito penetrante, aquel agudo
grito que interrumpió el sopor de la embriaguez de Andino,
haciéndole creer que soñaba, y al comprender que volvía a
perder para siempre al hombre amado, que volvía a estar
en peligro de muerte, que los esfuerzos de Joaquín para sal-
Varle resultaban in útiles, como inútiles habían resultado los
Suyos, que era ya imposible el ideal de ventura que había
llegado a concebir huyendo con él para vivir el uno para el
Otro, loca, delirante, fuera de sí, prescindiendo en absoluto
del recato y la prudencia, dejándose llevar únicamente por
la pasión volcánica que encendía su corazón, y por el do-
lor inmenso que desgarraba su alma, se abrazó frenética-
Mente al condenado y siguió protestando a gritos de lo que
constituía su irremediable desventura, mezclando a sus gri-
vos palabras balbucientes y entrecortadas, que denunciaban
“Omprometedoras sus hasta entonces ocultos sentimientos.
Pué inútil la intervención del coronel, el capitán y el te-
Mente para calmarla, para contenerla, para hacerla com-
_Prender lo insensato, peligroso e inútil de su conducta; de