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que la acompañaba por ser persona de toda confianza e im-
portar poco que oyese lo que pudiera decir, no tenía que es-
forzarse ya en calmarla con sus caricias, sus súplicas, sus
recomendaciones y sus consuelos.
En vez de pretender turbar su reposo, aunque éste más
que bal fuese casi un desmayo, guardaba también silencio,
limitándose a contemplarla cariñosa, diciéndose compade-
cida:
—¡Pobre niña mía! Mientras permanece “así, sin darse
cuenta de nada, sufrirá menos.
Por lo cual, en vez de desear que de él saliese, deseaba,
por el contrario, que aquel letargo se prolongase.
En contra de lo que parecía y de lo que suponía la no-
driza, Azucena no estaba aletargada, ni el exceso de dolor
la había sumido en la inconsciencia.
Todo aquello era aparente y fingido y obedecía al pro-
pósito de la realización de un plan que la desesperación ha-
bíale hecho concebir.
Aquel plan era el de quitarse la vida, puesto que ya no
podía librar de la muerte a su Fermín adorado.
¿Para qué seguir viviendo sin él y sujetá al despótico do-
minio de Alberto de Ferratges, que la había engañado para
hacerla su víctima y al cual aborrecía?2
El amor, que cuando es verdadero coincide siempre en
sus manifestaciones, habíale inspirado la misma fatal de-
berminación que a Teresa, la también inocente hija del in-
fame Morcillo.
Por esto, fingiendo no darse cuenta de nada, escuchá-
balo todo disimuladamente y esperaba una distracción de su
A