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sobre la cama para guardárselo en el pecho y no encontrar-
lo, exclamó lleno de terror y de cólera: :
—¡No está aquí!... ¡Me lo han robado otra vez!
Mientras lo buscaba por todas partes por si había caído
al suelo o lo había puesto en otro sitio, reprochábase indig-
nado contra sí mismo:
—¡Torpe de mí, que aquí lo dejé abandonado en mi pre-
cipitada salida por aquellos gritos en los que reconocí la voz
de Azucena! ¿Qué me importaba a mí lo que a Azucena pu-
diera ocurrirle? Más debió interesarme conservar en mi po-
der el documento que recuperé de modo tan inesperado Y,
que puede ser arma terrible empleado en contra mía.
Faltó poco para que se castigara a sí mismo, abofe-
teándose.
No encontrando lo que buscaba tan ansiosamente, con-
vencido de un modo indudable de que había desaparecido,
como aquella desaparición no podía ser casual, preguntóse:
—¿Quién ha podido arrebatármelo? |
El que lo había hecho debía saber de lo que se trataba y
eran pocos los que estaban al tanto de ello.
—Morcillo no ha podido ser, después de habérmelo en-
tregado hipócritamente para granjearse mi gratitud—ase-
guróse—, porque salió de aquí conmigo y no se ha separado
ni un momento de mí.
Ocurriósele, aunque también le pareció imposible:
—¿Habrá sido Magdalena? ¿Habrá logrado escapar, de
su encierro, antes de que yo la libertase?
Era la que podía estar más interesada en recuperar el
precioso documento si por casualidad había llegado a ente-
rarse de que estaba allí.
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