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habían sido dadas, arrojáronse sobre ellos, impidiéndoles
hasta tocar a la que ya consideraban suya.
La agresión de que comprendió iba a ser objeto hizo lan-
zar a Aurora un grito de espanto, y la intervención de los
que tan oportunamente lo impidieron hízole lanzar otro de
alegría.
Los dos gritos fueron oídos por el doctor Arús, inte-
rrumpiéndole en el estudio a que estaba entregado.
—¡La voz de mi hija! —reconoció al punto.
Y lleno de terror corrió a la puerta, con toda la ligereza
que le permitían sus años.
Desde la tapia del huerto, Aurelia y los que la acompa-
fiaban, lo presenciaron todo.
Al ver salir a los pistoleros, Guillermo quiso saltar por
encima de la tapia para acudir en auxilio de la joven; pero
'Aurelia le contuvo, ordenándole:
—;¡Quieto!
Luego, cuando aparecieron los guardias, añadió:
—Ya ve que no era preciso.
Llena de satisfacción, exclamó:
—;¡Todo ha terminado y ha sucedido como yo deseabal
Dirigiéndose a la puerta, indicó:
—Salgamos.
Por su actitud y sus palabras, los que la acompáñaban
comprendieron que aquello era lo que anunció que pasaría,
pidiéndoles que lo presenciaran y que la solución satisfac-
toria que había tenido era obra suya.
La siguieron sin vacilar, emocionados y contentos.
Llegaron junto a Aurora en el preciso momento en que
el jefe de policía, que también habíase presentado, explica-