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efusivamente, ambas dejaron escapar también una excla=
mación que no fué de espanto, sino de gozo.
—¡El teniente Fermín!
—¡Ya le tenemos aquí!
Y limitáronse a estrechar sus manos, aunque de buena
gana le habrían abrazado también.
Hasta Julio, que estaba en los brazos de su abuela, pa-
reció reconocerle, pues besándole le dijo como nal VELAS:
—¡Papá!
Sí, Fermín era.
Cumplía su deseo y su promesa de presentarse allí lo
más pronto posible, según supusieron al saber que había
salido del hospital, y por prudencia hacfalo en aquella for-
ma y a aquella hora.
Sin desatender los afectuosos saludos con que era reci-
bido, correspondiendo a ellos, preguntó:
—¿Y Azucena?
'Ansiaba verla cuanto antes.
Sobreponiéndose al egoísmo disculpable de su' amor,
agregó:
—¿Y su madre? ¿Y «Alegret»? Están todos aquí en sal-
yo, en cumplimiento de lo que dispuse?
Miraba'inquieto hacia la casa, extrañándole que aque-
llos por quienes preguntaba no salieran también a recibirle.
—TLas personas por quienes pregunta—le respondió Gui-
llermo—, no están ya aquí.
Apresuróse a agregar, para atenuar el efecto causado
por lo que decía:
—Pero están cerca de aquí y en lugar seguro.