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con un cardenal de Richelieu, no es ya el mismo |
hombre, aunque sea tendero.
—¿Mucho dinero que ganar? dijo Bouacieux
alargando los labios.
—Sí, mucho.
—¿Cuánto á poco mas ó menos?
—Quizá mil doblones.
—¿Y lo que teneis que decirme es muy grave?
—Ciertamente.
—¿Qué hay que hacer?
—Partireis al momento: os entregaré un pa-
pel, el cual no os quitareis de encima por nin-
gun motivo hasta que lo entregueis á la persona
á quien va dirigido.
—¿Y á dónde he de ir?
—A Londres.
—¡Yo! ¡á Londres! Vaya que os burlais: como
que nada tengo que hacer en Londres.
—Pero otros tienen necesidad de que vayais.
—¿Y quiénes son estos? Os prevengo que no
hago nada á ciegas, y que quiero saber no sola-
mente á lo que me espongo, sino por quien lohago.
—Una persona ilustre os envia y otra persona
ilustre 0s espera: la recompensa sobrepujará
vuestros deseos; esto es todo cuanto puedo decir.
—¡Todavía mas intrigas! ¡siempre intrigas!
gracias, pero desconfio ahora de ellas, mucho
mas desde que el señor cardenal me ha ilustrado
“acerca de esto.
— ¡El cardenal! esclamó la señora Bonacieux:
¿habeis visto al cardenal?
—Me mandó llamar, respondió con orgullo el
tendero.
—¿Y acudisteis á su invitacion? ¡Cuán impru-
dente sois!
—Debo deciros que no estaba á mi eleccion ir
ó dejar de ir, pues me hallaba entre dos guardias.
Tambien es verdad que como entonces no cono-
cia 4ásu Eminencia, si hubiera podido dispen-
sarme de la visita, me hubiera alegrado mucho.
—¿Y Os ha tratado mal? ¿os ha amenazado?
—Muy al contrario, me alargó la mano lla-
mándome amigo: ¡su amigo! ¿lo oís, señora? ¡soy
amigo del gran cardenal!
—¿Del gran cardenal?
—¿Por ventura le as esta calificacion,
señora?
—Nada le disputo; pero sí os digo que el favor
de un ministro es efímero, y que es necesario
estar loco para adherirse á él. Hay poderes supe-
riores al suyo que nose fundan en el capricho
de un hombre, ó en el éxito de una empresa: á
estos poderes es necesario arrimarse.
—Lo sienlo, señora, pero no conozco mas po-
der que el del gran hombre á quien tengo el ho-
nor de servir.
MUSEO DE NOVELAS. 117
—¿Servís al cardenal?
| —Sí, señora; y como servidor suyo no consen-
¡tiré en que os entrometais en complots contra la
“seguridad del estado, ni en que favorezcais las
intrigas de una mujer que no es francesa y que
tiene el corazon español. Afortunadamente el
gran cardenal se halla en todas partes, su mira-
da vigilante no se duerme y penetra hasta el fon-
do de los corazones.
Bonacieux repitió palabra por palabra esta fra-
se, que habia oido al conde de Rochefort; pero la
pobre mujer que habia contado con su marido, y
que bajo tal supuesto contestó á la reina, se es-
tremeció viendo el peligro á que era preciso es-
ponerse, y la imposibilidad en que se hallaba de
cumplir su promesa. Sin embargo, conociendo la
debilidad, y principalmente la codicia de su ma-
rido, no desesperó de atraerlo á sus fines.
— ¡Con que sois cardenalista, caballero! escla-
mó; ¡servis al partido de los que maltratan á vues-
tra mujer é insultan á vuestra reina!
—Los intereses particulares deben ceder á los
intereses generales. Así soy de los que salvan el
estado, dijo con énfasis Bonacieux.
Era otra frase del conde de Rochefort que ha-
bia conservado Bonacieux en la memoria y apro-
vechaba esta ocasion para lucirla.
—¿Y ya sabeis qué es ese estado de que hablais?
preguntó la señora Bonacieux encogiéndose de
hombros. Contentaos con ser un simple ciudada-
no, poneos al lado del que os ofrece mas ventaja.
—¡Hola! ¡hola! dijo Bonacieux dando golpeci-
los en un saco henchido, lo que produjo un so-
nido argentino: ¿qué decís de esto, señora predi-
cadora? :
—¿De dónde os ha venido este dinero?
— ¿No lo adivinais?
—¿Del cardenal?
—Del mismo y de mi amigo el conde de Ro-
chefort.
—¡El conde de Rochefort! ¿no sabeis que fué
quien me robó?
—Tal vez.
—¿Y recibís dinero de ese hombre? ;
—¿No me habeis dicho que el rapto fué mera-
mente político?
—Sí, pero tuvo por objeto obligarme á hacer
traicion á mi ama, fué para arrancarme á fuerza
de tormentos, una confesion que pudiese compro-
meler el honor y quizás la vida de mi augusta
señora.
—Pues sabed, añadió Bonacieux, que vuestra
augusta señora es una pérfida española, y lo que
hace el gran cardenal está bien hecho.
— ¡Señor mio, dijo la jóven, os creia cobarde,
avaro, imbécil, pero no os conceptuaba infame!