Full text: no. 15 (1883,15)

   
  
  
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con un cardenal de Richelieu, no es ya el mismo | 
hombre, aunque sea tendero. 
—¿Mucho dinero que ganar? dijo Bouacieux 
alargando los labios. 
—Sí, mucho. 
—¿Cuánto á poco mas ó menos? 
—Quizá mil doblones. 
—¿Y lo que teneis que decirme es muy grave? 
—Ciertamente. 
—¿Qué hay que hacer? 
—Partireis al momento: os entregaré un pa- 
pel, el cual no os quitareis de encima por nin- 
gun motivo hasta que lo entregueis á la persona 
á quien va dirigido. 
—¿Y á dónde he de ir? 
—A Londres. 
—¡Yo! ¡á Londres! Vaya que os burlais: como 
que nada tengo que hacer en Londres. 
—Pero otros tienen necesidad de que vayais. 
—¿Y quiénes son estos? Os prevengo que no 
hago nada á ciegas, y que quiero saber no sola- 
mente á lo que me espongo, sino por quien lohago. 
—Una persona ilustre os envia y otra persona 
ilustre 0s espera: la recompensa sobrepujará 
vuestros deseos; esto es todo cuanto puedo decir. 
—¡Todavía mas intrigas! ¡siempre intrigas! 
gracias, pero desconfio ahora de ellas, mucho 
mas desde que el señor cardenal me ha ilustrado 
“acerca de esto. 
— ¡El cardenal! esclamó la señora Bonacieux: 
¿habeis visto al cardenal? 
—Me mandó llamar, respondió con orgullo el 
tendero. 
—¿Y acudisteis á su invitacion? ¡Cuán impru- 
dente sois! 
—Debo deciros que no estaba á mi eleccion ir 
ó dejar de ir, pues me hallaba entre dos guardias. 
Tambien es verdad que como entonces no cono- 
cia 4ásu Eminencia, si hubiera podido dispen- 
sarme de la visita, me hubiera alegrado mucho. 
—¿Y Os ha tratado mal? ¿os ha amenazado? 
—Muy al contrario, me alargó la mano lla- 
mándome amigo: ¡su amigo! ¿lo oís, señora? ¡soy 
amigo del gran cardenal! 
—¿Del gran cardenal? 
—¿Por ventura le as esta calificacion, 
señora? 
—Nada le disputo; pero sí os digo que el favor 
de un ministro es efímero, y que es necesario 
estar loco para adherirse á él. Hay poderes supe- 
riores al suyo que nose fundan en el capricho 
de un hombre, ó en el éxito de una empresa: á 
estos poderes es necesario arrimarse. 
—Lo sienlo, señora, pero no conozco mas po- 
der que el del gran hombre á quien tengo el ho- 
nor de servir. 
MUSEO DE NOVELAS. 117 
 —¿Servís al cardenal? 
| —Sí, señora; y como servidor suyo no consen- 
¡tiré en que os entrometais en complots contra la 
“seguridad del estado, ni en que favorezcais las 
intrigas de una mujer que no es francesa y que 
tiene el corazon español. Afortunadamente el 
gran cardenal se halla en todas partes, su mira- 
da vigilante no se duerme y penetra hasta el fon- 
do de los corazones. 
Bonacieux repitió palabra por palabra esta fra- 
se, que habia oido al conde de Rochefort; pero la 
pobre mujer que habia contado con su marido, y 
que bajo tal supuesto contestó á la reina, se es- 
tremeció viendo el peligro á que era preciso es- 
ponerse, y la imposibilidad en que se hallaba de 
cumplir su promesa. Sin embargo, conociendo la 
debilidad, y principalmente la codicia de su ma- 
rido, no desesperó de atraerlo á sus fines. 
— ¡Con que sois cardenalista, caballero! escla- 
mó; ¡servis al partido de los que maltratan á vues- 
tra mujer é insultan á vuestra reina! 
—Los intereses particulares deben ceder á los 
intereses generales. Así soy de los que salvan el 
estado, dijo con énfasis Bonacieux. 
Era otra frase del conde de Rochefort que ha- 
bia conservado Bonacieux en la memoria y apro- 
vechaba esta ocasion para lucirla. 
—¿Y ya sabeis qué es ese estado de que hablais? 
preguntó la señora Bonacieux encogiéndose de 
hombros. Contentaos con ser un simple ciudada- 
no, poneos al lado del que os ofrece mas ventaja. 
—¡Hola! ¡hola! dijo Bonacieux dando golpeci- 
los en un saco henchido, lo que produjo un so- 
nido argentino: ¿qué decís de esto, señora predi- 
cadora? : 
—¿De dónde os ha venido este dinero? 
— ¿No lo adivinais? 
—¿Del cardenal? 
—Del mismo y de mi amigo el conde de Ro- 
chefort. 
—¡El conde de Rochefort! ¿no sabeis que fué 
quien me robó? 
—Tal vez. 
—¿Y recibís dinero de ese hombre? ; 
—¿No me habeis dicho que el rapto fué mera- 
mente político? 
—Sí, pero tuvo por objeto obligarme á hacer 
traicion á mi ama, fué para arrancarme á fuerza 
de tormentos, una confesion que pudiese compro- 
meler el honor y quizás la vida de mi augusta 
señora. 
—Pues sabed, añadió Bonacieux, que vuestra 
augusta señora es una pérfida española, y lo que 
hace el gran cardenal está bien hecho. 
— ¡Señor mio, dijo la jóven, os creia cobarde, 
  
avaro, imbécil, pero no os conceptuaba infame! 
  
	        
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