MUSEO DE
mo lodazal; unos y otras estaban salpicados de
manchas absolutamente iguales.
Entonces una idea repentina se presentó á la
imaginacion de d'Artagnan. Aquel hombre ba-
jito, gordo, rechoncho, canoso, aquella especie
de lacayo, equipado con vestido pardo, tratado
sin consideracion por las personas que llevaban
espada y que componian la escolta, era el mis-
mo Bonacieux. El marido habia presidido el robo
de su mujer.
D'Artagnan tuvo vehementísimos deseos de
arrojarse encima del tendero y ahogarlo; pero,
ya lo hemos dicho era un muchacho muy pru-
dente, y se contuvo. Sin embargo, la revolucion
que se habia obrado en su semblante era tan vi-
sible, que Bonacieux se horrorizó, y procuró |
rebroceder un paso; pero precisamente se halla-
ba delante del batiente de la puerta que estaba
cerrada, y el obstáculo material que encontró
le obligó 4 mantenerse en el mismo sitio.
— ¡Ya! pero vos que os chanceuis, amigo
“dijo d'Artagnan, me parece que si mis,
mio,
botas
necesitan un cepillazo, vuestras medias y zapa-
tos reclaman tambien imperiosamente una lim-
pia. ¿Habriais tal vez andado de tuna, señor Bo-
nacieux? ¡Ah! esto fuera indisculpable en un
hombre de vuestra edad, y que además tiene
npa mujer tan linda como la vuestra.
¡0h! ¡Dios mio! no, contestó Bonacieux, sino
que ayer fuí á Saint-Mandé para lomar informes |
de una criada, porque no puedo pasar sin ella; y |
como los caminos están tan malos, he recogido
todo este fango, que aun no he tenido tiempo de.
quitar.
El lugar que designaba Bonacieux como lea-
tro de su correría, fué una nueva prueba en apo-.
yo de las sospechas que habia concebido d'Ar-
tagnan. Bonacieux habia dicho en Saint-Mandé,
por ser el punto absolutamente opuesto á Saint-
Cloud. |
Esta probabilidad le sirvió de un primer con-
suelo. Si Bonacieux sabia donde estaba su mujer,
se podria siempre, empleando medios estremos,
obligar al tendero á que hablase y declarase su
secreto. Ahora solo se trataba de cambiar aquella
probabilidad en certeza.
—Perdonad, mi querido señor Bonacieux, si
no gasto con vos cumplimientos, dijo d'Arta-
gnan; pero no hay cosa que altere mas que el
no dormir, y tengo una sed rabiosa; permitidme
que tome un vaso de agua en vuestra casa; bien
NOVELAS. 155
Solo hacia una ó dos horas que estaba de vuelta:
seguramente habria acompañado á su mujer
hasta el sitio á donde la habian conducido, 6
cuando menos hasta la primera parada.
—Gracias, señor Bonacieux, dijo d'Artagnan
bebiéndose el vaso de agua, esto era todo lo que
yo queria de vos. Ahora me voy á mi casa, haré
que Planchet me limpie las botas, y cuando haya
concluido, os lo enviaré, si quereis, para que
cepille vuestros zapatos.
Y dejó al tendero sumamente admirado de
aquella singular despedida, preguntándose sl
acaso se habria clavado él mismo.
En lo último de la escalera encontró á Plan-
chet todo azorado.
—¡Ah! señor, esclamó el criado así que distin-
¡con qué impaciencia 0s espe-
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¡guió á su amo,
¡Taba!
— —¿Qué hay? preguntó d Artagnan.
| —¡Ah! señor, apuesto uno contra ciento, con-
«tra mil, á que no adivinais la visita que he recl-
bido por vos en vuestra ausencia.
—;¿Cuándo ha sido esto?
—Hace media hora, mientras esta
del señor de Treville.
—¿Y quién ha venido? vamos, habla.
—El señor de Cavois.
—¿El señor de Cavois?
—El mismo.
—;¿El capitan de Guardias de su Eminencia?
—El mismo.
—¡Venia á prenderme!
. —Mucho lo temo, señor, á pesar de su aire
| gazmono.
—¿Dices que tenia el aire gazmono?
—Es decir, señor, que era un puro almibar.
—¿De veras?
—Segun decia, venia de parte de su Eminen-
cia, quien os quiere mucho, para suplicaros que
le siguieseis á Palais-Royal.
—¿Y qué le has contestado?
—Que era absolutamente imposible, porque
no estabais en casa, como podria verlo.
—¿Entonces qué te dijo?
—Que no dejaseis de ir hoy á su Casa: ense-
guida añadió muy bajo: «Díá lu amo, que su
Eminencia está sumamente decidido en su favor,
y que su fortuna quizá pende de esta entrevista.»
—El lazo es bastante torpe para el cardenal,
añadió sonriéndose el jóven.
—Tambien he conocido yo el lazo, y contesté
bais en casa
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sabeis que esto no se niega entre vecinos.
Y sin esperar el permiso de su huésped, d'Ar-
tagnan entró con prontitud en la casa, y dirigió
una rápida ojeada á la cama. Esta no estaba des-
compuesta, y Bonacieux no se habia acostado.
que lo sentiriais vivamente cuando volvieseis.
—«¿A dónde ha ido? preguntó el señor de Ca-
vols.
—»A Troyes, en Champagne, le contesté.
—»¿Y cuándo salió”
yn