160 MUSEO DE
bastante, y se fué sin pedirme desquite; pero á
vos, mi querido d'Artagnan, ¿que os ha suce-
dido?
(Se continuará).
El AMOR
DS UN PBSCADOR
(Continuacion).
Es de todo punto imposible espresar la amar-
ga tristeza á la par que la afectuosa ternura con
que Pedro pronunció estas dos palabras: /2J0s
mios.
Los dos pobres niños se miraron el uno al otro
contristados y vacilando sobre lo que debian
hacer. Pero despues de un nuevo gesto casi su—
plicante de su tio y, sobre todo, de un regaño
de su señora madre, se alejaron y desaparecie-
ron, pero sin correr y como si les pesara sepa-
rarse de aquella casa, en direccion de la costa.
—Ya sabemos que no los quieres... dijo en-
tonces la Cesarina con dureza, pero no deberias
demostrárselo de ese modó á esas pobres cria-
turas.
Pedro no contestó. Cerró los ojos, y se llevó la.
mano al corazon como si hubiera querido conte-'
ner un movimiento de justa indignacion, ó aho-
gar un dolor demasiado agudo.
Despues cogió un azadón y dijo:
—Voy á trabajar un poco en el huerto.
Y salió.
TT.
Al ver alejarse al pobre pescador, Cesarina se
encogió de hombros.
Yo creí adivinar un drama de aldea en aque-
llo que presenciaba..... Segui á Pedro de lejos
y en silencio y despues me oculté detrás de un
arbusto para poder observarle á mi sabor.
Pedro llegó, efectivamente, á un pequeño cer-
cado plantado de verduras y de legumbres, y |
situado á la salida del pueblo; pegó un azado-
nazo en la tierra, pero enseguida se levantó y,
apoyando la mano en el estremo del mango del
azadon, se puso á mirar de un modo estraño
cierta casita, situada algunos pasos mas lejos,
de cuya chimenea se desprendian caprichosas
espirales de humo, y una de cuyas ventanas es-
taba casi completamente cubierta por las verdes
y floridas ramas de un rosal de enredadera.
_La mirada del pescador no se separaba un
NOVELAS.
momento de aquella ventana; parecia que una
fuerza secreta le atraia hácia ella.
Poco despues observé la sombra de una mu-
jer, detrás de las temblorosas ramas del rosal
que cubria la ventana.
Pedro Aubert permaneció de aquella mane-
ra, inmóvil como una estátua, hasta que cerró
la noche, hasta que vió brillar una despues de
otra, todas las estrellas en el hermoso cielo.
Entonces, echándose el azadon al hombro,
volvió á emprender lentamente, lo mas lenta-
mente posible, el camino de su casa.
Pero en el momento en que Pedro se habia
arrancado, por decirlo así, á su huerto, oí dis-
tintamente el murmullo producido por un sus-
piro al exhalarse de un corazon sin esperanza.
iv.
Al dia siguiente, al salir de misa, víá Pedro Au-
bert, que estaba en pié en el dintel de la iglesia.
Con una mano tenia cogidos á los dos niños,
en tanto que tendia la otra, mojada en agua
bendita, á una mujer que iba á pasar por delan-
te de él. Pedro estaba triste y silencioso.
Aquella mujer era una criatura de una belleza
angelical: su rostro tenia una incomparable es-
presion de dulzura; aunque era una simple cam-
pesina, su tez tenia una blancura mate sus
negros ojos estaban púdicamente inclinados há-
cia tierra su sonrisa tenia algo de celestial...
, y, aunque parecia tener ya unos treinta años,
'Conservaba en su ebúrnea frente el casto sello
de la virginidad primera.
Cuando los dedos de ella se encontraron con
¡los de Pedro, esperimentaron ambos el mismo
estremecimiento y la misma palidez, como si
hubieran recibido el choque de una descarga
eléctrica
¿No era aquella mujer la que yo habia entre-
visto como una sombra, la noche antes, al tra-
vés del rosal de la ventana?...
V.
Algunos momentos despues no me cabia ya
ninguna duda de que era así.
La marea empezó á subir muy pronto aquel
dia, y los pescadores se disponian á volver á sus
barcas. ?
Pedro Aubert fué uno de los primeros en mar-
char; pero, dando un rodeo, fué á pasar por de-
lante de la casita del rosal.
Una rosa cayó á sus piés.
: (Se continuará).