MUSEO DE
La mirada de Aramis brilló á su pesar.
—¡Ah! dijo disimulando su emocion con una
aparente tranquilidad, no hableis de esto: pgo:..
pensar en mujeres! ¡tener pesares de amor! ;Va-
nitas vanitatum.! ¿se me habria vuelto el juicio
segun vuestra opinion? ¿y por quién? ¿por algu-
na modistilla, ó por alguna hija de un canónigo
á quien haya yo hecho la corte estando de guar-
nicion? ¡Vaya!
—Perdonad, mi querido Aramis; pero creí que
dirigiais mas alto vuestras miras.
— ¡Mas alto! ¿y quién soy yo para tener tanta
ambicion? Un pobre mosquetero miserable y 0S-
curo, que odio la servidumbre, y que me veo
abandonado en medio del mundo.
—Aramis, Aramis, esclamó d'Artagnan mi-
rando á su amigo con aire de duda.
—Siendo polvo, continuó Aramis, vuelvo á
entrar en el polvo; la vida está llena de humi-
llaciones y de dolores, continuó entristeciéndose;
los hilos que la unen á la dicha, se rompen uno
tras otro en la mano del hombre, y en especial,
los hilos de oro. ¡Oh! mi querido d'Artagnan, pro-
siguió Aramis tomando una ligera espresion de
amargura, ocultad bien vuestros pesares, cuando
los tengais. El silencio es la última felicidad de
los desgraciados; guardaos de comunicar á nadie
vuestros sufrimientos; los curiosos se alimentan
con nuestras lágrimas como las moscas que beben
la sangre de un ciervo herido.
—¡Ah! mi querido Aramis, dijo d'Artagnan,
dando tambien un profundo suspiro; me estais
contando mi propia historia.
—¿Cómo? :
—SÍ, una mujer á quien amaba, á quien ado-
raba, acaba de serme robada con violencia. No
sé ni donde está, ni á donde la han conducido;
talvez prisionera, ó quizá muerta.
—Pero tenéis-4 lo menos el consuelo de decir
que ella no os ha dejado voluntariamente; que
si no recibís noticias suyas, es porque toda co-
municacion con vos le está prohibida, mientras
que...
—¿Mientras qué?
—Nada, respondió Aramis, nada.
—Conque entonces, renunciais para siempre
al mundo ¿es ya una resolucion irrevocable?
—Para siempre. Vos sois hoy mi amigo, ma-
hana no sereis para mí mas que una sombra, ó
mejor, será como si no existieseis. En cuanto al
mundo, es un sepulcro y nada mas.
—Muy triste es lo que me decís.
—¿Qué quereis? mi vocacion me atrae, me
arrastra.
D'Arlagnan se sonrió y no respondió. Aramis
continuó:
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NOVELAS.
—Y sin embargo, mientras que pertenezco al
mundo, hubiera deseado hablar de yos y de nues-
bros amigos.
—Y yo, dijo d'Artagnan, hubiera deseado ha-
blaros de vos mismo, pero os veo tan desprendi-
do de todo: los amores os causan disgustos, los
amigos son sombras, el mundo es un sepulcro.
—Ya lo esperimentareis en vos mismo, dijo
Aramis dando un suspiro.
—No hablemos mas de ello, dijo d'Artagnan,
y quememos esta carta que sin duda os anuncia
alguna nueva infidelidad de vuestra modista ó
de vuestra camarera.
—¿Qué carta? esclamó vivamente Aramis.
—Una carta que llegó durante vuestra ausen-
cia y que en vuestra casa me han entregado
para vos.
—¿Pero de quién es esa carta?
—¡Ah! de alguna muchacha desconocida, de
alguna modista desesperada, de la doncella de
la señora de Chevreuse quizá, que se habrá visto
precisada á marchar á Tours con su ama, y que
para hacerse la remilgada, habrá tomado papel
perfumado y habrá sellado su carta con una co-
rona de duquesa.
—¿Qué es lo que decís?
—Aguarda, si la habré perdido, dijo socarro-
namente el jóven fingiendo que la buscaba. Afor-
tunadamente el mundo es un sepulcro, los hom-
bres, y por consiguiente las mujeres, son som-
bras, y el amor es un sentimiento aborrecible.
—¡Ah! ¡d'Artagnan, d'Artagnan! tú me haces
morir de angustia. (
—En fin, aquí la teneis, dijo d'Artagnan, y
sacó la carla de su faltriquera.
Aramis dió un salto, se apoderó de la carta, la
leyó, ó mejor la devoró; su semblante despedia
rayos.
—Parece que la doncella tiene buen estilo,
dijo con cierta indiferencia el mensajero.
—Gracias, d'Artagnan, esclamó Aramis casi
delirante. Se ha visto obligada á volver á Tours;
pero no me es infiel, me ama siempre. Ven,
amigo mio, ven á mis brazos; ¡la felicidad me
ahoga!
Y los dos amigos se pusieron á bailar alrede-
dor del venerable San Crisóstomo, rompiendo
animosamenle las hojas de la tesis, que rodaron
por el suelo.
Entonces entró Bazin-con las espinacas y la
tortilla.
--¡Huye, desdichado! esclamó Aramis arro-
jándole su solideo á la cara, vuélvete por donde
has venido, llévate esas horribles hortalizas y
esos mezquinos manjares; pide una liebre bien
condimentada, un capon cebado, una pierna de