MUSEO DE NOVELAS.
marse el desquite de su derrota de Chantilly,
cuando la procuradora se habia mostrado lan Le-
naz, con respecto á su bolsa.
Pero en medio de esto, d'Artagnan notó que
ninguna fisonomía correspondia á las galanterías
de Porthos. Todo aquello no era mas que quimera
é ilusion; ¿pero para un amor y unos celos ver-
daderos se necesitan mas realidades que las ilu-
siones y las quimeras?
Cuando se hubo concluido el sermon, la pro-
curadora se dirigió hácia la pila del agua ben-
dita. Porthos se le adelantó, y en lugar de un
dedo, metió en ella toda la mano. La procuradora
se sonrió creyendo que era por ella por quien |
Porthos se refrescaba tanto, pero fué bien pronto y
cruelmente desengañada; pues cuando esbluvo á
dos ó lres pasos de él, volvió la cabeza á otro
lado, y fijó la vista en la dama del almohadon,
que se habia levantado y se acercaba seguida de
su negro y de su doncella.
Cuando esta estuvo cerca de Porthos, sacó este
la mano toda mojada de la pila; la bella devota
tocó con su delicada mano la gruesa de Porthos,
persignóse sonriendo y salió de la iglesia.
Esto fué ya demasiado para la procuradora, la
cual no dudó que esta dama y Porthos estuvie-
sen en correspondencia. Si hubiera sido una gran
señora, se hubiera desmayado; pero como no era
mas que una procuradora, se contentó con decir
al mosquetero con un furor concentrado:
—¿Eh? Porthos, ¿no me dais á mí agua ben-
dila?
Porthos hizo, al oir el sonido de aquella voz,
“un movimiento de sobresalto como haria un
hombre que se despertase de un sueño de cien
años.
—;¡Se... señora! esclamó, ¿sois vos? ¿Cómo está
vuestro marido, ese querido Coquenard? ¿lis lo-
davía tan avaro como siempre? ¡Cáspita! ¿dónde
tenia yo los ojos que no os he visto en las dos
horas que ha durado esle sermon*
—Estaba á dos pasos de distancia, caballero,
respondió la procuradora, pero no me habeis
visto, porque no teniais oJos mas que para mirar
á la hermosa dama á quien acabais de dar agua
bendita.
Porthos aparentó hallarse embarazado.
—;¡Ah! dijo, habeis notado...
—Era preciso haber sido ciega para no notarlo.
—Sí, dijo negligentemente Porthos, es una
duquesa amiga mia, con la que me cuesta bá$-
lante trabajo encontrarme, 4 causa de los celos
de su marido, y que me habia hecho avisar que
vendria hoy, nada mas que por verme, á esta
miserable iglesia, situada en un barrio tan es-
traviado. |
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—Porthos, dijo la procuradora, tendriais la
bondad de ofrecerme el brazo durante cinco mi-
outos: hablaria con vos de muy buena gana.
—¡Cómo! señora, dijo Porthos, riéndose inte-
riormente como el truan que rie de antemano
¡del chasco que va á dar.
Entonces pasaba d'Artagnan siguiendo á mi-
lady; echó Porthos una mirada de sosla yo y notó
la espresion triunfante de su fisonomía.
—¡Vaya! ¡vaya! dijo para sí raciocinando en
el sentido de la estraña y fácil moral de aquella
época galante, he aquí un hombre que pudiera
“estar equipado para el tiempo apetecido.
Porthos cediendo á la presion del brazo de la
procuradora como un barco cede al timon, llegó
al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco fre-
cuentado y cerrado por un enrejado en sus dos
estremidades. Durante el dia no se veian en él
mas que mendigos comiendo y muchachos ju-
¡gando. EA
| —;¡Ah! señor Porthos, esclamó la procuradora,
¡cuando se aseguró de que ninguna otra persona
¡de las que se encontraban allí frecuentemente
podia verlos ni oirlos, ¡ah! señor Porthos, ¡segun
¡parece sois un gran conquistador!
—¿Yo, señora? dijo Porlhos contoneándose, ¿y
| por qué? )
| —¿Y las señas que haciais ahora poco? ¿y el
| agua bendita? ¡lsa dama que traia el negrito y
¡la doncella, es cuando menos una princesa!
Os equivocais, respondió Porthos, no es mas
| que duquesa.
—¿Y ese volante que la aguardaba á la puerta?
| ¿y ese coche con un cochero de gran librea que
tambien la esperaba?
Porthos no habia visto ni el volante, ni el co-
che, pero la señora Coquenard, con su mirada
celosa, lo habia visto todo. :
Entonces sintió este no haber. hecho antes
princesa á la dama del almohadon encarnado.
—¡Ah! ¡sois el niño mimado de las bellas, se-
sor Porthos! añadió dando un suspiro la procu-
radora.
—Pero, ya conocereis, repuso Porthos, que
| con un físico Como el que me ha dado la natu-
raleza, no pueden faltarme algunas buenas for-
tunas.
— ¡Dios mio! ¡qué pronto olvidan los hombres!
esclamó la procuradora alzando la vista al cielo.
—Menos pronto que las mujeres, me parece,
respondió Porthos; pues en fin, yo señora, 0S
puedo decir que he sido vuestra víctima, cuando
herido y moribundo me encontré abandonado de
los cirujanos. Yo, el vástago de una familia ilus-
tre, que habia confiado en vuestra amistad, he
estado 4 punto de morirme primero de mis heri-