MUSEO DE NOVELAS.
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—Pues á caballo, señores, porque va siendo¡ niéndose pálida y retrocediendo hasta que la
tarde. ? |
El escudero estaba á la puerta y tenia de la |
brida el caballo del cardenal. Un poco mas lejos
un grupo de dos hombres y tres caballos se pre- |
sentó-en la oscuridad; aquellos dos hombres eran |
los que debian acompañar á milady al fuerte de |
La Point» y protejer su embarco. |
El escudero confirmó al cardenal lo que los
dos mosqueteros le habian dicho con respecto á
Athos. El cardenal hizo un ademan de aproba-
cion, y continuó el camino, con las mismas pre- |
cauciones que habia tomado anteriormente.
Dejémosle seguir el camino del campamento,
protegido por el escudero y los dos mosqueleros,
y volvamos á Athos.
Habia continuado por espacio de unos cien
pasos la carrera que tomó desde un principio;
pero así que estuvo á distancia que no podian
verle, dirigió su caballo hácia la derecha, y dan- |
do un rodeo fué á colocarse en un matorral á
unos veinte pasos de la venta, para espiar el paso
de la cabalgata; y habiendo reconocido los som-
breros bordados de sus compañeros, y la franja
de oro de la capa del cardenal, aguardó á que
kubiesen vuelto el recodo del camino, y habién-
dolos perdido de vista, se dirigió al galope á la
posada. :
El huésped le conoció. ]
—Mi oficial, dijo Athos, ha olvidado hacer una
recomendacion imporlante á la dama del primer
piso, y me envia para reparar su olvido.
—Subid, dijo el huésped, todavía está en su
habitacion.
Athos se aprovechó del permiso que le daban;
subió la escalera con la mayor rapidez, llegó al
primer piso, y al través de la puerta que no es-
taba del todo cerrada, vió á milady que se ponia
su sombrero. -
Entró en la habitacion y
de sí.
Athos estaba de pié delante de la puerla en-
vuelto en su capa, y con el sombrero caido sobre
los ojos.
Al ver aquella figura muda é inmóvil como
una estátua, milady tuvo miedo.
—¿Quién sois, y qué quereis?
—De seguro es ella, murmuró Athos.
Y dejando caer su capa y levantándose el som-
brero, se adelantó hácia milad y. :
—¿Me reconoceis, señora? dijo.
Milady dió un paso adelante, en seguida re-
trocedió como si hubiese visto una serpiente.
—Vamos, dijo Athos, ya veo que me cono-
ceis.
cerró la puerta tras
pared le impidió ir mas lejos.
—Sí, milady, respondió Athos, el conde de la
Fere en persona, que viene del otro mundo solo
para tener el gusto de veros. Senlémonos, y ha-
blemos, como dice el cardenal.
Milady dominada por un terror inesplicable,
se sentó sin decir una palabra.
—Sois un demonio enviado á la tierra, dijo
Athos; vuestro poder es grande, lo sé, pero vos
tambien sabeis, que con la ayuda de Dios, los
hombres han vencido á los demonios mas terri-
bles. Ya en otro tiempo os encontré á mi paso,
creia haberos anonadado enteramente, señora;
pero ó yo me engañé, ó el infierno os ha resu-
citado.
Al escuchar milady estas palabras que le re-
cordaban sucesos espantosos, bajó la cabeza dan-
do un sordo gemido.
—Sí, el infierno os ha resucilado, continuó
Athos; el infierno os ha hecho rica; el infierno
os ha dado otro nombre; el infierno os ha mu-=
dado casi de cara, pero no ha borrado ni las man-
chas de vuestra alma, ni la marca de vuestro
cuerpo. |
Milady se levantó como movida por un resor-
te, y sus ojos lanzaban rayos. Athos permaneció
sentado.
—Me creiais muerto, noes verdad, como yo
os creia á.vos; y el nombre de Athos ha ocultado
el del conde de La Fere como el nombre de mi-
lady de Winter ha ocultado el de Ana de Bruil.
¿No era así como os llamabais cuando vuestro
honrado hermano nos casó? Nuestra posicion es
verdaderamente estraña, continuó Athos riendo;
no hemos vivido hasta hora uno y otro sino por-
que nos creíamos muerlos, y un recuerdo no
puede causar tanto daño como una criatura, aun-.
que sea algunas veces un suplicio despedazador.
—Pero en fin, dijo milady con voz sorda, ¿qué
os trae á mi lado, y qué quereis:de mí?
—i¡Lo qué quiero, es deciros, que aunque he
estado invisible á vuestros ojos, no os he perdido
de vista ni un instante!
—¿Vos sabeis todo lo que yo he hecho?
—0Os puedo contar dia por dia vuestras accio-
nes desde que entrasteis al servicio del cardenal
hasta esta noche.
Una sonrisa de incredulidad apareció en los
labios pálidos de milady.
—0id: Vos fuisteis quien cortó los dos herre-
tes de diamantes del hombro del duque de Buc-
kingham: vos hicisteis robar á la señora de Bo-
nacieux: vos, enamorada de Wardes, y creyendo
recibirlo, abristeis vuestra puerta á d'Artagnan:
—¡El conde de la Fere! murmuró milady po-
vos, creyendo que de Wardes os habia engañado,