espedicion, mientras que Grimaud va á poner
MUSEO DE NOVELAS. 269
Athos le mostró el baluarte.
—Pero, dijo Grimaud siempre en el mismo |
dialecto, ¿vamos á dejar el pellejo ahí?
Athos alzó los ojos y el dedo hácia el cielo.
Grimaud colocó su cesto al suelo, y se sentó
meneando la cabeza. |
Athos tomó de su cintura una pistola, miró si
estaba bien cebada, y armándola la aproximó al
cido de Grimaud.
Este se encontró en pié como por un resorte.
Entonces Athos le hizo seña de que tomase el
cesto, y marchase delante. Grimaud obedeció.
Todo lo que ganó el pobre muchacho con aque- |
lla pantomima de un instante, fué pasar de re-|
taguardia á vanguardia. |
Así que hubieron llegado al baluarle, los cua- |
tro amigos se volvieron. |
Mas de trescientos soldados de lodas armas, |
estaban apiñados á la salida del campamento, y
en un grupo separado, se podia distinguir á Bu-
sign y, al dragon, al suizo, y otro interesado á la
apuesta.
Alhos se quitó el sombrero, lo colocó en la
punta de su espada, y lo agitó en el aire.
Todos los espectadores le devolvieron su salu-
do acompañando aquella política con un hurra |
que llegó hasta ellos.
Despues de lo cual, desaparecieron todos Cua-
tro en el baluarte á donde ya los habia precedido
Grimaud.
CAPÍTULO XLVII
- El consejo de los mosqueteros.
omo habia previsto Athos, el
) baluarte noestaba ocupado mas
9.42 que por una docena de muer-
522 Los, entre los cuales habia fran-
UA ceses y de la Rochela.
—Señores, dijo Athos que
habia tomado el mando de la
la mesa, empecemos por recoger los fusiles y los
cartuchos. Podemos hablar tambien desempe-
ñando esta tarea. Estos señores, añadió señalan-
do á los muertos, no nos oyen. :
—Pero podríamos arrojarlos á los fosos, dijo
Porthos, despues de habernos asegurado del es-
tado de sus faltriqueras. | ,
—Sí, añadió Athos; pero eso toca á Grimaud.
- —¡Pues bien! entonces dijo d'Artagnan, que
Grimaud los registre y arroje por encima de las
murallas. |
—Guardémonos de hacerlo, pueden servirnos
de algo.
—¿Esos muertos pueden servirnos? dijo Por-
thos; ¡ah! vamos, ¡tú estás loco, mi querido
amigo!
—No hagais juicios temerarios, dicen el Evan-
gelio y el cardenal, respondió Athos: ¿cuántos
fusiles hay, señores?
—Doce, respondió Aramis.
—¿Cuántas balas?
—Un centenar.
—Es cuanto necesitamos; carguemos las ar-
mas.
Los cuatro mosqueteros se pusieron á desem-
peñar esta tarea, y cuando hubieron cargado el
último fusil, Grimaud avisó que el almuerzo es-
taba servido.
Athos respondió siempre por señas que estaba
bien, 6 indicó á Grimaud una especie de tronera
en donde este comprendió que debia ponerse de
centinela. Sin embargo, para dulcificar lo mo-
lesto de su servicio, Athos le permitió que se
llevase un pan, dos chuletas, y una botella de
vino.
—Y ahora, á la mesa, dijo Athos.
Los cualro amigos se sentaron en el suelo con
¡las piernas cruzadas como acostumbran los tur-
cos y los sastres.
—¡Ah! y ahora, dijo d'Artagnan, que no te-
mes ya ser oido, espero que nos contarás tu his-
toria. ) |
—Y pienso procuraros á la vez satisfaccion y
gloria, señores, dijo Athos. Os he hecho dar un
paseo encantador; he aquí un almuerzo de los
mas suculentos, y allá abajo, como podeis verlo
por entre las almenas, unas quinientas personas
que nos toman seguramente por locos ó por
héroes, dos especies de tontos que se asemejan
mucho.
. —¿Pero y el secreto? insistió d'Artagnan.
—El secreto, dijo Athos, es que ví anoche á
milad y.
D'Artagnan se llevaba su vaso en los labios;
pero al oir el nombre de milady, le tembló tanto
la mano, que lo puso en el suelo á fin de no der-
ramar su contenido. 3
—Viste á tu mujer.
— ¡Silencio! interrumpió Athos, olvidais, que-
rido mio, que estos señores no están iniciados
como vos en el secreto de mis asuntos domésti-
cos. Vi pues á milady.
—¿Y en dónde? preguntó d'Artagnan.
—A dos leguas de aquí, poco mas ó menos, en
la posada del Palomar Rojo.
—En este caso estoy perdido, esclamó d'Ar-
tagnan. |