Full text: no. 40 (1883,40)

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. MUSEO DE 
LOS TRES MOSQUETEROS 
(Continuacion). 
  
NOVELAS. 
pudo levantar sus baterías para el dia siguiente; 
sabia que no le quedaban mas que dos dias, que 
una vez firmada por Buckhingham la órden (y 
Buckhingham la firmaria con tanta mayor facili- 
Milady volvió á su sitio con una sonrisa de | dad, cuanto que aquella órden estaba bajo un 
salvaje desprecio en los labios, y repitió blasfe- 
mando el nombre terrible de Dios, por el que 
habia jurado, sin haber aprendido jamás á cono- 
cerlo. 
— Mi Dios, repitió, ¡fanático insensato! mi Dios 
soy yo, yo y el que me ayude á vengarme. 
CAPÍTULO LVI 
Quinto dia de cautiverio. 
seguir un medio 20 z el 
y buen éxito obtenido aumenta- 
ba sus fuerzas. 
No era difícil vencer, como 
y lo habia hecho hasta entonces, 
ERAS: 4 hombres prontos á dejarse se- 
ducir y á quienes la educacion galante de la cor- 
te hacia caer en el lazo; milady era bastante 
hermosa para encantar los sentidos, y bastante 
diestra para vencer todos los obstáculos del ta- 
lento. 
Pero esta vez tenia que luchar con un natural 
silvestre, concentrado, insensible á fuerza de 
austeridad; la religion y la penitencia habian 
hecho de Felton un hombre inaccesible á las se- 
ducciones ordinarias: rodaban en la cabeza de 
este hombre planes tan vastos, tan profundos, 
que no quedaba en ella ni un sitio para el amor, | 
ese sentimiento que se nutre en la ociosidad y 
se acrecienta con la corrupcion. Milady habia 
abierto brecha, con su falsa virtud, en la opinion 
   
  
  
  
  
de un hombre prevenido contra ella, y por su! 
hermosura, en el corazon y los sentidos de un jó- 
ven puro y cándido. y por último se habia con- 
vencido de la eficacia de aquellos medios desco- 
nocidos de ella hasta entonces, por la esperiencia 
que acababa de hacer sobre el cid mas rebel- 
de, que la natureleza y la religion pañierages so- 
meter á su estudio. 
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habia desesperado de su suerte y de sí misma; 
no invocaba jamás á Dios, como sabemos, pero 
tenia fe en el genio del mal, esa inmensa sobera- 
nía que reina en todas las “circunstancias de la 
vida humana, y á la cual, como en la fábula ára- 
be, un grano de granada es suficiente para reedi- 
ficar un mundo perdido. 
Milady, bien preprarada 
á recibir á Felton, 
  
nombre supuesto, y no podria reconocer á la mu- 
jer para quien estaba destinada), una vez firmada 
esta órden, decimos, el baron la haria embarcar 
inmediatamente; y sabia que las mujeres conde- 
nadas á la deportacion, usan de armas mucho 
menos poderosas en sus seducciones que las 
pretendidas mujeres virtuosas cuya hermosura 
alumbra el sol del mundo, cuyo talento procla- 
ma la voz de la moda, y que un reflejo de aris- 
tocracia dora sus ercantos. Ser una mujer con— 
denada á una pena miserable é infamante, no es 
un impedimento para ser hermosa, pero es un 
obstáculo para poder volver á ser influyente. 
Como todas las personas de genio real y verda- 
dero, milady conocia la situacion que mejor con- 
venia á su naturaleza y á sus facultades. La po- 
breza la repugnaba, y la abyeccion disminuia 
en dos terceras partes su grandeza. Milady no 
era reína sino entre las reinas, y necesituba 
para se dominacion saborear el placer del orgu- 
llo satisfecho. El mandar á seres inferiores, era 
mas bien para ella una humillacion que un 
placer. 
Ciertamente volveria de su destierro, esto no 
lo dudaba; pero ¿cuánto tiempo podia durar este 
destierro? Para un carácler intrigante y ambicio- 
so como el de milady, los dias que se emplean 
en ascender son dias aciagos. ¿Qué nombre se da- 
ria entonces á los que emplean en descender? 
Perder un año, dos, tres, es decir, una eternidad; 
volver cuando el cardenal hubiese caido en des- 
eyracia, ó muerto tal vez; volver cuando d'Artag- 
nan y sus amigos, dichosos y triunfantes, hu- 
biesen recibido de la reina la recompensa que 
tan bien habian ganado por los sevicios que la 
habian hecho. Estas son ideas tan destrozadoras, 
que una mujer como milady no puede sobrelle- 
var. Por lo demás, la tempestad que rugia en su 
interior aumentaba su fuerza, y hubiera arrui- 
nado los muros de su prision sisu cuerpo hubie- 
ra podido tomar por un solo instante las propor- 
| A ciones de su espíritu. 
Muchas veces, sin embargo, durante la och 1 
Y luego lo que mas la' aguijoneaba en medio 
de todo esto era el recuerdo del cardenal. ¿Qué 
debia pensar, qué debia decir de su silencio, él, 
desconfiado, inquieto y sospechoso? El cardenal, 
no solamente su único apoyo, su único sosten, su 
único protector en el presente, sino tambien el 
principal instrumento de su fortuna y de su 
venganza para en adelante. Ella lo conocia: sa- 
bia que á su regreso, despues de un viaje inútil, 
  
  
  
  
  
 
	        
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