Full text: no. 43 (1883,43)

  
  
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340 MUSEO DE NOVELAS. 
mire, cuando sin figurármelo siquiera, me en- 
cuentro junto á vos, á vos, de quien hemos ha- 
blado con tanta frecuencia, á vos que os ama con 
todo su corazon, á vos, que me ha hecho amaros, 
antes de que os hubiese visto? ¡Ah, querida Cons- 
tanza, os encuentro, os veo en fin! 
Y milady tendió sus brazos á la señora Bona- 
cieux, que, convencida por lo que acababa de de- 
cirle, no vió ya en esla muger, á quien un mo- 
mento antes habia creido su rival, mas que una 
amiga sincera y adherida. 
—¡0h! ¡perdonadme! ¡perdonadme! esclamó 
corriendo á sus brazos, ¡le amo tanto! 
Estas dos mujeres permanecieron un instante 
abrazadas. Seguramente si las fuerzas de milad y 
hubieran sido iguales á su odio, la señora Bona- 
cieux hubiera salido muerta de este abrazo. 
Pero no pudiendo ahogarla, se sonrió. 
—¡Oh! querida mia, dijo milady, ¡qué dichosa 
soy en encontraros! Dejadme veros. 
Y diciendo estas palabras, la devoraba efecti- 
vamente con la vista. 
—¡Oh! bien os reconozco. ¡Ah! despues de lo 
que él me ha dicho, os reconozco perfecta- 
mente. 
La pobre jóven no podia figurarse lo que pa- 
saba de horroroso tras de aquella frente pura, 
tras de aquellos ojos tan brillantes, donde no leia 
nada mas que interés y compasion. 
—Entonces sabeis todo lo que he sufrido, dijo 
-la señora Bonacieux, pues que os ha dicho lo que 
él sufria. Pero sufrir por él, es una felicidad. 
Milady respondió maquinalmente: 
—Sí, es una felicidad. 
Pensaba en otra cosa muy diversa. 
—Y además, continuó la señora Bonacienx, 
mi suplicio toca á su término; mañana, esta lar- 
de tal vez 1e veré, y entonces ya no existirá el 
pasado para mí. 
—¿Esta tarde? ¿mañana? esclamó milad y, sa- 
liendo de su meditacion al escuchar estas pala- 
bras, ¿qué quereis decir? ¿aguardais alguna nue- 
va de él? 
—Le aguardo á él mismo. 
—¿A él? ¡d'Artagnan aqui! 
—A él mismo. 
—Pero eso es imposible; se halla en el sitio de 
la Rochela con el cardenal; no volverá á Paris 
hasta despues de la toma de la ciudad. 
_—Lo creeis así; pero, ¿hay algo que sea impo- 
sible para mi noble y leal d'Artagnan? 
—¡Oh! no os puedo creer. 
—Pues bien, leed, dijo en el esceso de su or- 
gullo y de su alegría la desgraciada jóven pre- 
sentando una carta á milady. 
—¡La letra de la señora de Chevreuse! dijo esta 
  
  
para sí. ¡Ah! bien segura estaba de que habia in- 
teligencias por este lado. 
Y leyó ávidamente las siguientes líneas: 
«Mi querida niña, estad dispuesta; nuestro 
amigo no os verá mas que para arrancaros de la 
prision á donde vuestra seguridad exigla que os 
mantuvieseis oculta; preparaos para la partida y 
no desespereis jamás de nosotros. 
»Nuestro animoso gascon acaba de mostrarse 
tan valiente y fiel como siempre; decidle que le es- 
tamos muy reconocidas por el aviso que ha dado.» 
—Si, sí, dijo milady, sí, la carla es terminan- 
te, ¿y sabeis qué aviso es este? 
—No, solamente me figuro que habrá preve- 
nido á la reina de un nuevo manejo del cardenal. 
—Sií, sin duda eso es, dijo milady devolvien— 
do la carta á la señora Bonacieux y dejando caer 
su cabeza pensativa sobre su pecho. 
En este momento oyeron el galope de un ca- 
ballo. 
—¡0h! esclamó la señora Bonacieux lanzándose 
á la ventana, ¿seria ya él? 
Milady permanecia en su cama petrificada por 
la sorpresa; le acontecian tantas cosas de impro- 
viso, que por la primera vez se le iba la cabeza. 
—¡El! ¡él! murmuró, ¡seria él! 
Y permanecia en su cama con los ojos fijos. 
—¡Ay! no, dijo la señora Bonacieux, es un 
hombre á quien no conozco. Parece que se enca- 
mina aquí. Sí, ha disminuido su carrera, se para 
á la puerta, llama. 
Milady saltó fuera de su cama. 
— Estais bien segura de que no es él? dijo. 
—¡Oh! sí, muy segura. 
—¿Habreis visto mal tal vez? 
—¡Oh! aunque no viese mas que la pluma de 
su sombrero ó la punta de su capa le reconocerla. 
Milady continuaba vistiéndose. 
—No importa, ¿decís que ese hombre viene 
aquí? 
—Si, ya ha entrado. 
— Viene seguramente ó por vos, ó por mí. 
—¡Oh! Dios mio, ¡qué agitada estais! 
—Sí, lo confieso, no tengo vuestra confianza; 
todo lo temo del cardenal. ? 
—;¡Silencio! dijo la señora Bonacieux, álguien 
viene. 
Efectivamente la puerta se abrió y entró la 
superiora. 
—¿Habeis venido quizá de Boloña? preguntó 
á milady. 
—Sí, señora, respondió esta. 
Y tratando de recobrar su frialdad: 
— ¿Quién me busca? dijo. 
—Un hombre que no quiere decir como se 
llama, y que viene de parte del cardenal. 
  
  
  
  
  
 
	        
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