disposicion; fingir que sois una víctima del car-
denal, para que la abadesa no sospeche nada;
Armentieres sobre las orillas del Lys. ¿No es
esto?
—De veras que sois, caballero, un prodigio de
memoria. A propósito, añadid una cosa....
— ¿Qué cosa?
—He visto unos bosques muy hermosos que
deben lindar con los jardines del convento. De-
cid á la abadesa que me es permitido pasearme
en estos bosques; ¿quién sabe? quizá tendré que
salir por una puerta trasera.
—Pensais en todo.
—Y vos oividals una cosa.
—¿Cuál?
—Preguntarme si necesito dinero.
—'¡Ah! es verdad. ¿Cuánto quereis?
—Todo el que lengais en oro.
—Tengo quinientos doblones.
—Yo tengo otro tanto. Con mil doblones se
hace frente á todo. Vaciad vuestras faltriqueras.
—Tomad.
—Bien, ¿y vos partis?
—Dentro de una hora, no tardaré mas tiempo
que el de comer un bocado, durante el cual en-
viaré á buscar un caballo de posta.
—Perfectamente. Adios, conde.
—Adios, condesa.
—Recomendadme al cardenal.
—Kecomendadme á mí á Satanás.
Milady y Rochefort cambiaron una sonrisa y
se separaron.
—Una hora despues Rochefort partió al galo—
pe, y ciuco mas tarde pasaba por Arras.
Nuestros leclores saben ya que habia sido re-
conocido por d'Artagnan, é inspirando este des-
cubrimiento algunos lemores-á los cuatro mos-
queteros, habia dado nueva actividad á su viaje.
CAPÍTULO LXII
Una gota de agua.
uBOo apenas salido Rocheforl,
Ó cuando la señora Bonacieux
E volvió áentrar. Encontró á mi1-
“4 lady con la cara risueña.
—Pues bien, dijo la jóven,
Sy lo que temiais ha llegado: esta
" tarde Ó mañana os envia á
prender el cardenal.
—¿Cómo lo sabeis?
—Lo he oido de la misma boca del mensajero.
—Veniosá sentar aquíá mi lado, dijo milady.
—Aquí estoy.
MUSEO DE
NOVELAS. 343
—Aguardad que me asegure de que no nos
escucha nadie.
— ¿Para que todas estas precauciones?
—Vais á saberlo.
Milady se levantó, fué á la puerta, la abrió,
miró al corredor, y volvió á sentarse junto á la
señora Bonacieux.
—Conozco, dijo, que ha representado bien su
papel.
—¿Quién?
—lil que se ha presentado á la abadesa como
enviado del cardenal.
—¿Que lo que hacia era representar un papel?
—Sí, querida mia.
—Entonces ese hombre no es....
—Ese hombre, dijo milady bajando la voz, es
mi hermano.
—¡Vusstro hermano! esclamó la señora Bona-
cieux.
—Solo vos sabvis ese secreto, querida mia; si
lo confiais á cualquiera, me pordereis y quizás á
vos tambien.
—¡Oh! ¡Dios mio!
—Escuchad: mirad lo que pasa: mi hermano,
que venia en mi socorro para sacarme de aquí,
á la fuerza si preciso fuese, ha encontrado al emi-
sario del cardenal que venia á buscarme. Le ha
seguido. Cuando llegaron á un sitio del camino
solitario y apartado sacó la espada intzmando al
mensajero le entregase los papeles de que era
portador. El mensajero quiso defenderse y mi
hermano le mató.
—¡Oh! dijo la señora Bonacieux estremecién-
dose.
—No habia mas que este medio. Entonces mi
hermano resolvió sustituir la astucia á la fuerza:
tomó los papeles y se presentó aquí como emisa-
rio del cardenal, y dentro de una hora ó dos debe
venir un coche por mí de parte de su Eminencia.
—Ya comprendo, ese coche os lo envia vues-
tro hermano. |
—Justamente, pero eso no es todo, la carla que
habeis recibido y que creeis ser de la señora de
Chevreuse.
— ¡Qué! ¿Dios mio!
—Es falsa.
—¿Cómo falsa?
—Sí, falsa, es un lazo para que no hicieseis
resistencia cuando vinlesen por vos.
—Pero si es d'Artagnan el que ha de venir.
—Desengañaos, d Artagnan y sus Ai es-
tán en el sitio de la Roghela. ls
— ¿Cómo sabeis eso?
—Mi hermano ha visto algunos emisarios del
cardenal vestidos de mosqueteros. Os hubieran
llamado á la puerta, vos hubierais creido que