Full text: no. 44 (1883,44)

  
  
  
  
  
  
MUSEO DE 
ruaje; este era una silla lirada por tres caballos, 
y conducida por un postillon; el locayo de Ko- 
chefort debia precederla á la posta. 
Miledy no tenia razon alguna en temer que la 
señora Bonacieux sospecháse nada; la pobre jó- 
ven era demasiado pura para creer á olra mujer 
capaz de semejante perfidia: además, el nombre 
de la condesa de Winler, que habia oido pronun- 
ciar á la superiora, le era de un lodo descono- 
cido, y aun ignoraba que una mujer pudiese 
tener una parte lan grande y lan fatal en las 
desgracias de su vida. 
—Ya lo veis, dijo milady luego que salió el 
lacayo, todo está dispuesto, la abadesa no des- 
confia, y cree que vienen á buscarme de parle 
del cardenal. Ese hombre va á dar las últimas 
disposiciones, tomad cualquier cosa, bebed un 
dedo de vino, y partamos. 
—Sí, dijo maquinalmente la señora Bonacieux, 
sí, parlamos. 
Milady le hizo ademan de que se sentara de- 
lante de ella, le echó un vaso de vino de España, 
y le sirvió una pechuga de gallina. 
—Ya veis, le dijo, como todo viene en nuestro 
favor; mirad como anochece ya; al apuntar el 
alba nos hallaremos en nuestro escondite, y na- 
die podrá figurarse á dónde estamos. Vamos, áni- 
mo, tomad cualquier Cosa. 
La señora Bonacieux comió maquinalmente al- 
gunos bocados, y mojó sus labios en su vaso. 
—Vamos, vamos, dijo milady llevándose el 
suyo á la boca, haced como yo. 
“Pero en el momento en que se acercaba el vaso 
para beber, se deluvo; acababa de oir en el ca- 
mino como el rumor lejano de un golope que iba 
aproximándose; en seguida, casi al mismo Liem- 
po, creyó vir el relincho de los caballos. 
Este ruido la sacó de su alegría como el de un 
huracan hace desperlar en medio de un hermoso 
sueño; palideció y corrió á la ventana, mientras 
que la señora Bonacienx levantándose btrémula, 
se apoyaba en su silla para no caer. 
No se veia todavía nada; solo se oia mas dis- 
tintamente el galope. | | 
—:¡0h! ¡Viosmio! dijo la señora Bonacienx, ¿qué 
ruido es ese? 
-—Nuestros amigos ó nuestros enemigos, repu- 
so milad y con una terrible sangre fria. Quedaos 
á4 donde estais, voy á deciroslo. 
La señora Bonacieux permaneció de pié, muda, 
inmóvil, y pálida como una estátua. 
Entre tanto el ruido era cada vez mas fuerte; 
los caballos no podian estar mas que á unos cien- 
to cincuenta pasos; si no se les veia aun, era 
porque el camino formaba un recodo. Sin embar- 
go, el ruido era tan distinto que se hubieran po- 
  
  
NOVELAS. 347 
dido contar los caballos por el sonido de sus her- 
raduras. 
Milady miraba con cuanta atencion podia: es- 
taba todavía bastante claro para que pudiese re- 
conocer á los que se acercaban. 
De repente, á la vuelta del camino, vió relum- 
brar los sombreros galoneados, y ondear las plu- 
mas; contó dos, despues cinco, despues ocho ca 
balleros. Uno de ellos precedia á todos los demás, 
y se mantenia á una distancia del largo de dos 
caballos. 
Milad y dejó escapar un rugido. En el que ve- 
nia delante habia reconocido á d'Artagnan. 
—:¡Oh! ¡Dios mio, Dios mio! esclamó ¡a señora 
Bonacieux, ¿qué hay? 
—Es el uniforme de los guardias del cardenal; 
no hay un instante que perder, esclamó milady. 
¡Huyamos! ¡huyamos! 
—:Si, sí, huyamos! repitió la señora Bonacieux, 
pero sin poder dar un paso, pues se hallaba cla- 
vada en su sitio por el terror. 
Oyeron pasar á los caballeros por debajo de la 
ventana. 
— ¡Venid! ¡venid! esclamaba milad y tratando 
de llevarse á la jóven por el brazo. Gracias al jar- 
din, todavía podemos huir, tengo la llave; pero 
apresurémonos, dentro de cinco minulos será de- 
masiado tarde. 
La señora Bonacieux trató de andar, dió dos 
pasos y cayó sobre sus rodillas. 
Milad y trató de levantarla y llevársela, pero no 
lo pudo conseguir. . 
En este momento oyeron rodar al carruaje que 
á la vista de los mosqueleros partia al galope, y 
resonaron tres ó cuatro tiros. 
—0Os lo vuelvo á decir, ¿quereis seguirme? es- 
| clamó milady. 
—:0h! ¡Dios mio! ¡Dios mio! bien veis que 
me faltan las fuerzas, bien veis que no puedo an- 
dar; huid sola. | 
—:Huir sola! ¡dejaros aquí! no, no, ¡jamás! es- 
clamó milad y. ] 
De repente un brillo lívido salió de sus ojos, 
corrió á la mesa, y echó en el vaso de la señora 
Bonacieux el contenido de un engaste de tum- 
baga que abrió con singular prontitud. 
Este era un grano rojizo que se derritió inme- 
diatamente. 
En seguida, tomando el vaso con mano firme: 
—Bebed, ledijo, este vinoos dará fuerzas, bebed. 
Y acercó el vaso á los labios de la jóven, que 
bebió maquinalmente. e 
—:Ah! no era así como queria vengarme, dijo 
milad y volviendo á colocar con infernal sonrisa 
el vaso sobre la mesa; pero ¡á fé mia! se hace lo 
que se puede, 
 
	        
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