MUSEO DE
ruaje; este era una silla lirada por tres caballos,
y conducida por un postillon; el locayo de Ko-
chefort debia precederla á la posta.
Miledy no tenia razon alguna en temer que la
señora Bonacieux sospecháse nada; la pobre jó-
ven era demasiado pura para creer á olra mujer
capaz de semejante perfidia: además, el nombre
de la condesa de Winler, que habia oido pronun-
ciar á la superiora, le era de un lodo descono-
cido, y aun ignoraba que una mujer pudiese
tener una parte lan grande y lan fatal en las
desgracias de su vida.
—Ya lo veis, dijo milady luego que salió el
lacayo, todo está dispuesto, la abadesa no des-
confia, y cree que vienen á buscarme de parle
del cardenal. Ese hombre va á dar las últimas
disposiciones, tomad cualquier cosa, bebed un
dedo de vino, y partamos.
—Sí, dijo maquinalmente la señora Bonacieux,
sí, parlamos.
Milady le hizo ademan de que se sentara de-
lante de ella, le echó un vaso de vino de España,
y le sirvió una pechuga de gallina.
—Ya veis, le dijo, como todo viene en nuestro
favor; mirad como anochece ya; al apuntar el
alba nos hallaremos en nuestro escondite, y na-
die podrá figurarse á dónde estamos. Vamos, áni-
mo, tomad cualquier Cosa.
La señora Bonacieux comió maquinalmente al-
gunos bocados, y mojó sus labios en su vaso.
—Vamos, vamos, dijo milady llevándose el
suyo á la boca, haced como yo.
“Pero en el momento en que se acercaba el vaso
para beber, se deluvo; acababa de oir en el ca-
mino como el rumor lejano de un golope que iba
aproximándose; en seguida, casi al mismo Liem-
po, creyó vir el relincho de los caballos.
Este ruido la sacó de su alegría como el de un
huracan hace desperlar en medio de un hermoso
sueño; palideció y corrió á la ventana, mientras
que la señora Bonacienx levantándose btrémula,
se apoyaba en su silla para no caer.
No se veia todavía nada; solo se oia mas dis-
tintamente el galope. | |
—:¡0h! ¡Viosmio! dijo la señora Bonacienx, ¿qué
ruido es ese?
-—Nuestros amigos ó nuestros enemigos, repu-
so milad y con una terrible sangre fria. Quedaos
á4 donde estais, voy á deciroslo.
La señora Bonacieux permaneció de pié, muda,
inmóvil, y pálida como una estátua.
Entre tanto el ruido era cada vez mas fuerte;
los caballos no podian estar mas que á unos cien-
to cincuenta pasos; si no se les veia aun, era
porque el camino formaba un recodo. Sin embar-
go, el ruido era tan distinto que se hubieran po-
NOVELAS. 347
dido contar los caballos por el sonido de sus her-
raduras.
Milady miraba con cuanta atencion podia: es-
taba todavía bastante claro para que pudiese re-
conocer á los que se acercaban.
De repente, á la vuelta del camino, vió relum-
brar los sombreros galoneados, y ondear las plu-
mas; contó dos, despues cinco, despues ocho ca
balleros. Uno de ellos precedia á todos los demás,
y se mantenia á una distancia del largo de dos
caballos.
Milad y dejó escapar un rugido. En el que ve-
nia delante habia reconocido á d'Artagnan.
—:¡Oh! ¡Dios mio, Dios mio! esclamó ¡a señora
Bonacieux, ¿qué hay?
—Es el uniforme de los guardias del cardenal;
no hay un instante que perder, esclamó milady.
¡Huyamos! ¡huyamos!
—:Si, sí, huyamos! repitió la señora Bonacieux,
pero sin poder dar un paso, pues se hallaba cla-
vada en su sitio por el terror.
Oyeron pasar á los caballeros por debajo de la
ventana.
— ¡Venid! ¡venid! esclamaba milad y tratando
de llevarse á la jóven por el brazo. Gracias al jar-
din, todavía podemos huir, tengo la llave; pero
apresurémonos, dentro de cinco minulos será de-
masiado tarde.
La señora Bonacieux trató de andar, dió dos
pasos y cayó sobre sus rodillas.
Milad y trató de levantarla y llevársela, pero no
lo pudo conseguir. .
En este momento oyeron rodar al carruaje que
á la vista de los mosqueleros partia al galope, y
resonaron tres ó cuatro tiros.
—0Os lo vuelvo á decir, ¿quereis seguirme? es-
| clamó milady.
—:0h! ¡Dios mio! ¡Dios mio! bien veis que
me faltan las fuerzas, bien veis que no puedo an-
dar; huid sola. |
—:Huir sola! ¡dejaros aquí! no, no, ¡jamás! es-
clamó milad y. ]
De repente un brillo lívido salió de sus ojos,
corrió á la mesa, y echó en el vaso de la señora
Bonacieux el contenido de un engaste de tum-
baga que abrió con singular prontitud.
Este era un grano rojizo que se derritió inme-
diatamente.
En seguida, tomando el vaso con mano firme:
—Bebed, ledijo, este vinoos dará fuerzas, bebed.
Y acercó el vaso á los labios de la jóven, que
bebió maquinalmente. e
—:Ah! no era así como queria vengarme, dijo
milad y volviendo á colocar con infernal sonrisa
el vaso sobre la mesa; pero ¡á fé mia! se hace lo
que se puede,