Full text: no. 44 (1883,44)

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Y se lanzó fuera de la habitacion. 
La señora Bonacieux la vió huir sin poder se- 
guirla, como esas personas que sueñan que las 
persiguen y que tratan en vano de andar. 
Algunos minutos pasaron; un horroroso ruido 
resonó á la puerta; á cada instante se figuraba 
la señora Bonacieux ver volver á milady, pero 
milady no parecia. 
Varias veces, de terror sin duda, cubríase de 
sudor su abrasada frente. 
En fin, oyó el rechinamiento de la verja que 
abrian; el ruido de las botas y de las espuelas 
que resonaban en la escalera al subir; percibia 
un gran murmullo de voces que se iban aproxi- 
mando, y en medio de las cuales le parecia oir 
su nombre. 
De repente dió un grilo de alegría, y se lanzó 
hácia la puerta; acababa de reconocer la voz de 
d'Artagnan. 
—¡D'Arlagnan! ¡d'Artagnan! esclamó, ¿sois 
vos? ¡Por aquí! 
—¡Conslanza! ¡Constanza! respondió el jóven, 
¿á dónde estais? ¡Dios mio! 
Al mismo tiempo la puerta de la celda cedió á 
un empuje violento. Varios hombres se precipi- 
taron en la habitacion; la señora Bonacieux ha- 
bia caido sobre un sillon sin poder hácer un mo- 
vimiento. 
D'Arlagnan arrojó una pistola todavía humean- 
te que tenja en la mano, y cayó de rodillas de- 
lante de su amada; Athos colocó la suya en su 
cintura; Porthos y Aramis, que lenian las espa- 
das desnudas, las volvieron á las vainas. 
—¡Oh! ¡d'Artagnan! mi muy amado d'Artag- 
nan, ¡por fin vienes! ¡no me habiais engañado! 
¡bien segura estaba! 
—¡Sí, sí, Constanza! ¡por fin estamos reunidos! 
—¡Oh! por mas que ella me decia que no ven-' 
driais, yo esperaba siempre, y no quise huir. 
¡Oh! ¡que bien hice! ¡qué dichosa soy! 
Al oir esta palabra ella, Athos que se habia 
sentado tranquilamente, se levantó de pronto. 
—¿L la? ¿quién es ella? preguntó d'Arlagnan. 
—Mi compañera, la que, por amistad hácia 
mí, queria sustraerme á mis perseguidores; la 
que, tomándoos por guardias del cardenal, acaba 
de fugarse. .._ 
—¡Vuestra compañera! esclamó d'Artagnan 
poniéndose mas pálido que el velo blanco de su 
amada, ¿de qué compañera quereis hablar? 
—De una cuyo carruaje estaba á la puerta, de 
una mujer que dice es vuestra amiga, d'Artagnan; 
de una mujer á quien lo habeis contado todo. 
—¡Su nombre! esclamó d'Artagnan, ¡Dios mio! 
¿ho sabeis su nombre? 
—Sí, lo han pronunciado delante de mí; aguar- 
  
  
  
MUSEO DE NOVELAS. 
dad; pero es muy estraño..... 
cabeza se turba, ya no veo..... 
—¡A mí! amigos mios, ¡á mí! se le han helado 
las manos, esclamó d'Artagnan, está mala. ¡Gran 
Dios! pierde el conocimiento. 
Mientras que Porthos pedia socorro con los ma- 
yores gribos, Aramis corrió á la mesa para tomar 
un vaso de agua; pero se deluvo al ver la horri- 
ble alteracion del semblante de Athos, que de pié 
delante de la mesa, con las facciones desencaja- 
das de estupor y los cabellos erizados, miraba 
uno de los vasos, y parecia presa de la mas terri- 
ble duda. 
—¡Oh! decia, ¡oh! no, ¡es imposible! ¡Dios no 
habrá permitido semejante crímen! 
—¡Agua! ¡agua! esclamaba d'Arlagnan, ¡agua! 
—¡Oh! ¡pobre mujer! ¡pobre mujer! murmu- 
raba Athos con voz lastimera. 
La señora Bonacieux volvió á abrir los ojos á 
los besos que d'Artagnan daba en su mano. 
—¡Vuelve en sí! esclamó el jóven, ¡oh! ¡Dios 
mio! ¡Dios mio! ¡le doy gracias! 
—Señora, dijo Athos, señora, en nombre del 
cielo, ¿De quién es este vaso? 
—Mio, caballero, respondió la jóven con voz 
moribunda, 
—¿Pero quién os ha echado el vino que con- 
lenia? 
—¡L£lla! 
—¿Quién es ella? 
—¡4y! ya me acuerdo, dijo la señora Bona- 
cieux, la condesa de Winter. | 
Los cualro amigos dieron un solo grito, pero 
el de Athos dominó á lodos los demás. 
Al mismo tiempo el semblante de la señora 
Bonacieux se puso lívido; un dolor sordo la der- 
ribó, y cayó en los brazos de Porthos y de Aramis. 
D'Artagnan aprelaba las manos de Athos con 
una angustia imposible de describir, 
—¡Y qué! le dijo, ¿crees.....? 
Su voz se apagó en un gemido. 
—Todo lo creo, repuso Athos mordiéndose los 
labios hasta hacerse sangre. 
—D'Artagnan, d'Artegnan, esclamó la señora 
Bonacieux, ¿ádónde estás? no me abandones, ¡ya 
ves que muero! 
D'Artagnan dejó las manos de Athos que tenia 
entre las suyas crispadas, y corrió á ella. 
Su semblante tan hermoso se hallaba trastor- 
nado, sus ojos vidriosos no tenian ya vista, un 
lemblor convulsivo agitaba su cuerpo, el sudor. 
corria por su frente. 
—lín nombre del cielo, corred, llamad, Por- 
thos, Aramis, ¡pedid socorro! 
—Inúlil, dijo Alhos, el veneno que ella da, no 
tiene contraveneno. 
  
  
  
  
  
  
  
 
	        
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