ELN
FRENTE A FRENTE
Miguel había procurado serenarse an-
tes de subir al coche, donde le espera-
ban los dos capitanes de artillería y un
médico. :
- Se saludaron cordialmente, y el coche
Partió en dirección a la Puerta de Hie-
-TYO,
- —Ante todo, señores—dijo Miguel—,
pego a ustedes que guarden estas car-
, y si muero en el ance se las entre-
Ma a mi madre.
—¡Bah! No conviene pensar en morir—
contestó el capitán Lara—, Guarde usted
“Esas cartas.
Mientras el coche se dirige al punto
de la cita, vamos a encontrar al coronel
“Redondo, quien temiendo las preguntas
de su mujer, y no encontrándose tran-
Quilo en su casa, se vistió de uniforme
—Frecipitadamente y se fué a la calle, cre-
yendo que de este modo podría dominar
. su intranquilidad.
- Si el coronel hubiera sabido el sitio
donde se batía su hijo, sin detenerle nin-
guna clase de consideraciones se hubie-
Ya presentado allí; pero lo ignoraba, y
comenzó a discurrir por las calles sin
Qirección fija. ,
Todo le era indiferente; en nada pen-
Saba más que en su hijo, que en aquellos
-Taomentos corría un gran pun, un
Tiesgo de muerte. Cade
: —Si la suerte le es contraria y la lle-
Van “a casa muerto O herido, después del
¡menso disgusto que esta desgracia irre-
Parable va a causarme, tendré que su-
frir las reconvenciones de mi mujer, por
haber dejado que se bata.
Esto se decía el coronel; y como si de-
Seara tranquilizarse a sí mismo, añadió:
—Pero, ¿qué diablos puede hacer un
hombre de mis condiciones? Soy militar,
ni puedo ni debo decir a mi hijo: «Que-
da como un cobarde. No te batas.» ¡Oh!
ero si ide dele algún 09 a E
que se encomiende a Dios ese, _mequetrele
de Andrés de Olmedo!
Durante una hora, que para el coronel
fué larga como un siglo, “estuvo reco-
rriendo las calles, sin darse cuenta de
nada; hasta que al fin, calculando que
había transcurrido bastante tiempo, se
decidió a regresar a su casa, lleno de te-
mor y de incertidumbre.
Su primera pregunta fué dirigida al
portero, el cual le dijo que no había visto
entrar al señorito.
El coronel subió hasta su cuarto; y
como a un hombre tan franco y tan sen-
cillo como él no le era fácil disimular las
emociones que sentía, su mujer notó algo
extraordinario en su semblante.
El veterano coronel se había dejado
“caer en una silla, tomando una actitud
abatida, que demostraba que algo grave '
le preocupaba. Su
Micaela se quedó mirando a su _marl-
do, y le dijo:
—Pero, ¿qué tienes, hombre? Desde que
viste al general Bellver parece que te ha
picado una mala mosca.
-—Pues no tengo nada. Jas o
—Eso no es verdad. EA
—Pues si no es verdad, será lo que Pa ¿
quieras; déjame en paz. :
—¡Que te deje en yaa sobre-
saltada Micaela—. ¡Que te deje en paz, . de
cuando leo en tu semblante, que te suce-
de algo grave, pero muy grave, puesto ps
que no te atreves a confiármelo! . pe
—No seas terca, Micaela. Ya te he die
cho que no tengo nada.
—Repito que eso no es verdad. Esta
noche te has levantado dos veces de la
cama, no has dormido ni un cuarto de
hora.» ¿Crees que yo no lo he. observado
todo? Pues te engañas. Con que así, te
exijo, con el derecho que tengo, pues 'sÓy
tu esposa, qua, me cuentes lo que te su
cede, .