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DOLOR MATERNAL
El momento más grave, la situación
más: difícil para los padrinos de un desá-
fíc es el momenio en que se presentan
en la casa de su ahijado, llevándole he-
rido o muerto.
Generalmente, la familia del hombre
que se bate no sabe nada, pues se pro-
cura ocultárselo, y al verle conducido
por sus amigos, moribundo y cubierto de
sangre, la madre, la esposa o los hijos
de la víctima se revuelven en su dolor
coritra los amigos, que no han sabido
cota la desgracia,
En estos casos los padrinos pasan un
mal rato; y comprendiendo que no es
ocasión de dar explicaciones tranquili-
zadoras, pues no es posible tranquilizar
a una madre que contempla a su hijo
gravemente herido, se encierran en el
más profundo silencio, sufriendo con re-
signación la tempestad que ruge sobre
e cabezas. ' e
i doctor que acompañaba a Miguel
o procurado, a fuerza de éter, ha-
-cerle recobrar el conocimiento, con el
objeto de que al entrar en su casa no le
creyera muerto su madre.
Miguel había recobrado el conocimien-
to dos veces durante el camino; pero los
movimientos del coche le trastornaban.
Cuando llegaron a la casa, el capitán
Lara dijo a su camarada:
—Está desmayado. ¿Qué hacemos?
—¡Toma! Subirlo entre los tres.
—Temo que su madre nos reciba de
un modo poco cariñoso.
—¡Qué remedio! Cumplimos con nues-
tro deber, y lo demás importa poco.
El médico, mientras tanto, rociaba las
sienes del herido y le hacía mad pe
frasquito de espíritus.
Afortunadamente,
ojos y dijo: :
- —¿Hemos llegado?
—
A abrió los.
—Mi pobre madre va a tener un gran
disgusto, En fin, subamos.
Miguel había perdido bastante sangre,
y apoyado en los brazos de sus padri-.
nos, comenzó a subir la escalera. a
El médico subía detrás, por si volvía a
cesmayarse. :
Así llegaron, no sin fatigas, hasta el
cuarto segundo.
Llamaron, y el asistente que abrió la
puerta, al ver a su señorito en semejan-
te estado, ño pudo contener un grito.
Como el coronel esperaba de un mo-
mento a otro una mala noticia, al oir.
la campanilla y el grito, corrió hacia la.
puerta aropcladolo todo. E
—-¡Hijo mío!, ¡hijo mío! — exclamó—
¡Ah! ¡Yo te vengaré! A
—rendaallicado usted, coronel—dijo el
doctor—. Viene solamente herido. ¡A la.
cama!, ¡a la cama!
En aquel momento apareció en la an-
tesala Micaela.
Al ver a su hijo con el brazo izquierdo ,
fuera de la manga de la levita y la ca-
misa llena de sangre, lanzó un grito es-
pantoso, indescriptible, uno de esos gri-.
tos. que no pueden pintarse con la plu-.
ma ni con el pincel; el grito de una ma-
dre que ve morir a su hijo, que sorpren-
de a su asesino clavando un puñal en el:
trozo de sus entrañas,
—¡Miguel! ¡Miguel de m! almat—excla-.
mó abriéndose paso como una pantera,
«con el semblante pálido, los ojos brillan-
tes y el rostro descompuesto.
Y sus ojos giraron, despidiendo mirar
das amenazadoras en derredor suyo.
—Tranquilícese usted, señora—dijo el
médico—. Lo que más importa en est
momento es que el herido tenga sosiego:
¿Dónde está su cama?
-—Pero, ¿quién le ha herido?—pregun
tó Micaela, besándole con méternal cas
uno. ¡Quiero saberlo!