EL ANGEL DE
LA GUARDA
—¡Bah! No nos ocupemos más de se-
Mejante gente.
—Mira, hija mía: Dios, que es tan bue-
ho y tan previsor, todo lo tiene compen-
Sado,
Eso es verdad.
—Por eso ha hecho que la picardía
—Vergonzosa de Andrés sea causa de que,
conozcamos a Miguel y a su madre,
-—Con lo que hemos ganado y no poco.
«—Veo que Miguel te gusta, ¿no es ver-
dad? — preguntó "Magdalena sencilla”
Inente.
Margarita se ruborizó y dijo:
—Le estoy muy agradecida, porque sin
- Su generosa protección, Dios sabe lo que
- Sería de mí a estas horas,
- —Efectivamente, Miguel llegó a tiempo
- para evitar un crimen.
-—¡Ah! ¡Y si viera usted con qué dureza.
-—Castigó la infamia que tramaba Andrés
Debe ser un joven muy valiente,
—¡Quién lo duda!
-—""Luego, durante mi desmayo, perma-
neció de centinela junto a mí,
—¡Dios le pague tan noble acción!
—Siempre se lleva mucho adelantado
cuando se tienen buenos sentimientos.
Ni Miguel ni su madre me conocían a4pe-
has; pero la buena señora, sabiendo por
-Su hijo lo que Andrés proyectaba, y de-
jándose llevar de su bondadoso corazón,
dijo a Miguel: «Quiero que veles por esa
- Pobre muchacha a quien se trata de pet-
der; sé su hermano.» Y Miguel cumplió
Su palabra. ¡Bendito sea!
Esta última exclamación, nacida del
fondo de su alma, era un poema de gra-
pod que asomaba a los labios de Mar-
garita.
Magdalena la escuchaba con compla-
cencia, pues aquella buena mujer no veía
on disgusto la inclinación que demos-
raba Margarita hacia Miguel.
Las madres siempre ven algo más allá
del presente para sus hijos, y aunque
Magdalena no conocía a Miguel, le era
—“Sumamente simpático por la bella y no-
ble acción que había llevado a cabo.
Cuando terminó el almuerzo, Marga-
Tita se sentó al piano y Magdalena se
fué a la cocina.
Una hora después llamaron a la puer-
ta, y Magdalena, al abrir, no pudo ccn-
tener un grito de gozo.
Margarita percibió este grito y creyó
que eran Micaela y su hijo Miguel que
venían a visitarlas; pero des decir a su
Madre:
—¡Ah! ¡Señora condesa!
Entonces corrió precipitadamente : ha-
cia la puerta, porque Margarita amaba
a Luisa por gratitud y por inclinación
de su alma.
—Buenos días, hija mía—dijo la con-
desa, que gozaba dando ese dulce nom-
bre a Margarita—. Te pido perdón por
haber estado dos días sin venir a verle,
—¡Ah! ¡Qué buena es usted! Pero va-
mos a la sala,
Y Margarita, cogiendo por la mano a
la coridesa, la condujo hasta el sofá,
Luisa contempló un instante a su hija,
y al ver aquellos ojos azules como el cie»
lo en un día seréno, aquella frente pu
rísima, aquellos cabellos rubios como las
espigas de Egipto y aquella sonrica de
ángel, no pudo creer que Margarita fue-
ra “culpable,
Ni una sola línea se veía en aquel her-
moso y dulce semblante que indicara la
envidia y la perversidad que el conde
de San Marino le atribuía,
—Vengo, hija mía, a verte, porque ne-
cesito saber qué vida es la tuya—dijo
Luisa, dominando su emoción con una
sonrisa—; y además para demostrarte
que no te olvido, aunque te has empeña-
do en abandonar nuestra casa.
—¡0h! Ya sé yo que usted me quiere
nee señora, pues de ello me ha dado
| pruebas, y es para mí un deber no
Pell nada. .
—Eso deseo.
—En primer lugar, le diré que me he
anunciado en los periódicos como pro-
fesora de piano.
—Sí, eso ya lo sé—contestó Luisa, anho-
gando un doloroso suspiro,
—Tengo, por consiguiente, necesidad
de ganarme la vida honradamente; y en.
verdad que no puedo quejarme de mi
suerte, pues al día siguiente de publicar
el anuncio me coloqué como profesora -
en un colegio de señoritas.
—¡Pobre hija mía!—exclamó la conde-
sa besando en la frente a Margarita,
—El que nace pobre tiene que traba-
jar, y yo me siento con euenos ánimos
para el trabajo.
—Pero me han dicho que has tenido
un grave disgusto—añadió Luisa, que
deseaba conducir la conversación a Gtro
terreno. A
Margarita miró a Magdalena, como
preguntándole si convendría revelar la.
verdad a la condesa.
—Hija mía, la señora condesa es nUes-
El ángel de la guarda.—T. 11.101 |