- EL ANGEL DE
LA GUARDA 407
“Pacto, para asegurar la felicidad de sus
Cuando la condesa abandonó la casa
del coronel Redondo, Micaela parecía
uy contenta,
Se dirigió a la habitación donde esta-
ba su hijo, y entró en la alcoba.
Miguel dormía, y su madre se conten-
con dirigirle una mirada llena de tier-
a inquietud.
- Ei coronel estaba leyendo sentado jun-
lo al balcón, pero en cuanto vió a su
Taujer dejó el libro.
Micaela fué a sentarse al
Marido.
—¿Duerme?—preguntó el coronel en
Yoz muy baja, i
—$SÍ.
-——El médico dice que eso es bueno.
—¡Oh! ¡Ya lo creo! ¡Dios querrá que se
alve! :
—Pero, ¿qué diantre tenía que decirte
-€sa señora, que ha durado tanto la vi-
lado de su
-—No culpes al tiempo, sino a tu impa-
Ciencia, pues la señora condesa de San
Marino apenas ha estado media hora
SL.
—¿Y qué quería?
-—Recomendarme una enfermera—con-
lestó Micaela sonriendo.
El coronel abrió inmensamente los
Ojos, como si no comprendiera lo que le
decía su mujer. A dar
-—¡Pues qué! ¿No bastamos nosotros
Para asistir a nuestro hijo?
—Indudablemente; pero como tú igno-
Pas ciertas Cosas... :
La conversación comenzó a tomar in-
terés para el sencillo y franco coronel.
—¿Y Qué cosas son esas?—preguntó
- —Yo te las diré, porque un:. buena es-
Posa no debe tener secretos para su ma-
tido; pero antes prométeme que serás
rudente y reservado, 8
—Te prometo todo cuanto quieras, pe-
te ruego que hables sin rodeos.
—Pero lo que tú ignoras es que yo.
lien'le encargó eficazmente que de-
do en derredor suyo una mirada recelo-
fendiera a esa joven como si fuera su
hermana. :
—Eso, efectivamente, lo ignoraba; y
confieso que tu recomendación ha sido
fatal para nuestro hijo.
—Tú hubieras hecho lo mismo en lu-
gar mío; y le juro que, a pesar de cuan-
to ha sucedido, estoy contento de haber
salvado a esa pobre muchacha, que tan-
to nos recomendó su padre al morir.
El coronel miró con cierta expresión a
su esposa.
Micaela cogió una mano de su mari-
do, y añadió: :
—Esa muchacha que con tanta oportu-
ridad salvó nuestro hijo de la deshonra,
se llama Margarita, y es la misma que
el capitán Alvarez nos recomendó.
—¡Ah! ¡Es la hija del capitán!
—¡Silencio, Francisco, silencio! Aun no
ha llegado la hora de que Margarita Se-
pa la verdad de su nacimiento. O
—Lo que acabas de decirme, Micaela
—añadió el coronel bajando la v0z-=,
- aminora en gran manera el resentimien-
to que me inspiraba la causante del es-
tado .en que se encuentra mi hijo. Pero,
¿qué tiene eso que ver con la señora Con-
desa de San Marino?
—Voy a revelártelo todo, si me prome-'
tes guardar el secreto y Ser Muy pIU-
dente. :
—Te prometo todo lo que quieras.
- —Entonces, escucha, Tú ya sabes que
dentro del medallón de oro que nos en-
tresó el capitán al morir, encontramo*
su reiírato en miniatura.
—Durante diecisiete años conservé
aquel retrato con la esperanza de encon-
trar el original y descubrir por ese M8-
dio quién era la madre de Margarita.
—¿Y lo lograste? o de
—Por una casualidad, como sucede con
la mayor parte de las cosas de este Mun-
lo. Encontré el original, y supe que mis |
sospechas no habían »sido infundadas
Encontré por fin a la madre de la hija
del capitán Alvarez.
.—¿Y Quién es esa mujer?
- Una gran señora.
-—Lo había sospechado. O
- Y Micaela, bajando la voz y dirigien-
sa, añadió:
- —La madre de Margarita es la condes eo
sa de San:Maninó
- Seo que mi revelación te asombra, |
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