CAPITULO Y
LOS AMIGOS DE ANTAÑO
Mintrase tanto, el marqués de Malfi
permanecía en su casa de campo de Ca-
rabanchel, pobre desterrado, pensando
siempre en su querida Margarita.
Gran consuelo era para el anciano la
compañía del doctor Tarancón y de su
ayuda de cámara Vicente; y aunque am-
bos, amigos fieles y leales, procuraban
distraerle, el marqués recordaba con fre-
cuencia a Margarita, tachándola de in-
grata, pues se pasaban los días y las Se-
mans sin que fuese a visitarle como le
había ofrecido. :
Sin embargo, don Pablo recibía diaria-
mente una carta de Margarita, carta lie-
na de ternura y de respeto, en la cual le
refería hasta sus más íntimos penga-
mientos. :
El marqués leía cien veces estas car-
tas, que formaban toda su alegría, por-
que el pobre anciano amaba más cada
día a su nieta. ;
Una tarde el marqués se paseaba por
el jardín, cogido del brazo de Vicente,
su ayuda de cámara, cuando vió entrar
al doctor Tarancón con su bondadosa y
peculiar sonrisa” en los labios. : ;
—Señor don Marcelino—le dijo el mar-
qués con cierta gravedad—, hoy ha veni-
do usted a verme dos horas más tarde
que de costumbre, y le he estado espe-
-rando en vano para tomar café hasta la,
una y media. :
—Efectivamente, van a dar las tres
- contestó el viejo doctor—, y tengo cos-
tumbre de venir a la una; pero, ¡qué
—quiere usted, mi querido don Pablo! El
médico no se pertenece a sí mismo,
—¿Algún enfermo? '
—Me han llamado de la quinta del
bmericino do
—¡Ah! ¿De casa de Olmedo?
—Si, señor.
—Pues, ¿qué ocurre?
—Que Andrés, convaleciente de una
grave herida, ha sido trasladado a la
quinta, por consejo de los 1nédicos,
—¿Y está aun de peligro?
—Sí, señor; le trajeron en un coche
muy grande, dispuesto en forma de Ca-
ma . le acompañan su madre, una herma-
na de la Caridad y un médico; en otró
coche venían los criados que deben asis-
tirle. El herido llegó bastante trastorna-
do, pues parece ser que ha sufrido ope-
raciones dolorosas. El médico de Madrid
quiso ponerse de acuerdo conmigo, por
si de pronto había necesidad de llamar-
ras,
-—¿Ha visto usted al herido?
-——Sí, señor; tuvo una hemorragía, Y
fuá preciso quitarle el venaaje para su-
jetar la sangre, clara como el vaso de.
agua donde caen unas gotas de vino.
-—¿Y qué opina usted de la herida?
—Que es de larga curación, y que el
infeliz, si no sobreviene la gangrena, si
cura al fin, quedará horriblemente des-
figurado. No le conocería usted, señor
marqués.
—Después de todo, tiene bien merecido
ese castigo. Pi n
—He oído decir que ese joven no obser-
vaba muy buena conducta.
—En fin, no hablemos de eso. Yo deseo
que se restablezca; pero cuando pienso la
infamia que quería cometer con mi que-
rtida Margarita...
Y el marqués, dejando el brazo de Vi-
cente, se cogió al del doctor, añadiendo:
—Usted comprenderá, amigo don Mar-
-celino, que yo no puedo pasar más tierú-
po sin verla; hace ya dieciocho días qué
no la veo; es decir, dieciocho años.
El doctor se sonrió.
—No se ría usted—añadió don Pablo—,
pues tengo mucha razón para estar dis-
gustado. E, > |
—¿Y qué quiere usted que se haga?
—¡Toma! Quiero que venga a verme, a