Full text: Tomo segundo (002)

  
CAPITULO Y 
LOS AMIGOS DE ANTAÑO 
Mintrase tanto, el marqués de Malfi 
permanecía en su casa de campo de Ca- 
rabanchel, pobre desterrado, pensando 
siempre en su querida Margarita. 
Gran consuelo era para el anciano la 
compañía del doctor Tarancón y de su 
ayuda de cámara Vicente; y aunque am- 
bos, amigos fieles y leales, procuraban 
distraerle, el marqués recordaba con fre- 
cuencia a Margarita, tachándola de in- 
grata, pues se pasaban los días y las Se- 
mans sin que fuese a visitarle como le 
había ofrecido. : 
Sin embargo, don Pablo recibía diaria- 
mente una carta de Margarita, carta lie- 
na de ternura y de respeto, en la cual le 
refería hasta sus más íntimos  penga- 
mientos. : 
El marqués leía cien veces estas car- 
tas, que formaban toda su alegría, por- 
que el pobre anciano amaba más cada 
día a su nieta. ; 
Una tarde el marqués se paseaba por 
el jardín, cogido del brazo de Vicente, 
su ayuda de cámara, cuando vió entrar 
al doctor Tarancón con su bondadosa y 
peculiar sonrisa” en los labios. : ; 
—Señor don Marcelino—le dijo el mar- 
qués con cierta gravedad—, hoy ha veni- 
do usted a verme dos horas más tarde 
que de costumbre, y le he estado espe- 
-rando en vano para tomar café hasta la, 
una y media. : 
—Efectivamente, van a dar las tres 
- contestó el viejo doctor—, y tengo cos- 
tumbre de venir a la una; pero, ¡qué 
—quiere usted, mi querido don Pablo! El 
médico no se pertenece a sí mismo, 
—¿Algún enfermo? ' 
—Me han llamado de la quinta del 
bmericino do 
—¡Ah! ¿De casa de Olmedo? 
 —Si, señor. 
—Pues, ¿qué ocurre? 
—Que Andrés, convaleciente de una 
grave herida, ha sido trasladado a la 
quinta, por consejo de los 1nédicos, 
—¿Y está aun de peligro? 
—Sí, señor; le trajeron en un coche 
muy grande, dispuesto en forma de Ca- 
ma . le acompañan su madre, una herma- 
na de la Caridad y un médico; en otró 
coche venían los criados que deben asis- 
tirle. El herido llegó bastante trastorna- 
do, pues parece ser que ha sufrido ope- 
raciones dolorosas. El médico de Madrid 
quiso ponerse de acuerdo conmigo, por 
si de pronto había necesidad de llamar- 
ras, 
-—¿Ha visto usted al herido? 
-——Sí, señor; tuvo una hemorragía, Y 
fuá preciso quitarle el venaaje para su- 
jetar la sangre, clara como el vaso de. 
agua donde caen unas gotas de vino. 
-—¿Y qué opina usted de la herida? 
—Que es de larga curación, y que el 
infeliz, si no sobreviene la gangrena, si 
cura al fin, quedará horriblemente des- 
figurado. No le conocería usted, señor 
marqués. 
—Después de todo, tiene bien merecido 
ese castigo. Pi n 
—He oído decir que ese joven no obser- 
vaba muy buena conducta. 
—En fin, no hablemos de eso. Yo deseo 
que se restablezca; pero cuando pienso la 
infamia que quería cometer con mi que- 
rtida Margarita... 
Y el marqués, dejando el brazo de Vi- 
cente, se cogió al del doctor, añadiendo: 
—Usted comprenderá, amigo don Mar- 
-celino, que yo no puedo pasar más tierú- 
po sin verla; hace ya dieciocho días qué 
no la veo; es decir, dieciocho años. 
El doctor se sonrió. 
—No se ría usted—añadió don Pablo—, 
pues tengo mucha razón para estar dis- 
gustado. E, > | 
—¿Y qué quiere usted que se haga? 
—¡Toma! Quiero que venga a verme, a 
 
	        
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