EL ANGEL DE
»
LA GUARDA 189
ítulos, sino también a todas sus conesl-
eraciones y su amor; y es muy triste
ue una muchacha, una huérfana a
¡ulen se recogió en esta casa por caridad,
Se le suba a usted, como vulgarmente sa
ice, a las barbas, y trastornando con
Sus zalamerías la pobre y gastada cabe-
a del marqués de Malfi cause a usted
más de un disgusto.
—Pero yo no he de consentirlo.
—Ya lo supongo; sin embargo, de poco
e ha servido que Margarita abandone
sta casa haciéndose la interesante,
uesto que a los pocos días vuelve ella a
einar en absoluto; es preciso, pues, gue
e marche para no volver más; es indis-
nsable arrojar de un modo ejemplar a
esa intrusa que quiere ocupar un lugar
que no le corresponde.
—Sí; mas para conseguir eso, será pre-
isc. llegar hasta el escándalo.
. —No es usted quien lo busca, sino ella
quien lo provoca. Si yo fuera la conde-
Sita de San Marino, arrojaría de esta
uinta a latigazos a esa mujer.
Al oir estas palabras se reanimó el
nervioso agitó su cuerpo.
Bonifacio. había tenido el don de la adi-
inación, aconsejándole lo que estaba en
perfecta armonía con sus ideas.
- Emilia guardó silencio.
- Una leve sonrisa entreabrió sus ee y
dos labios.
Aquella sonrisa para un indiferente era
tan sólo un movimiento natural de la
fisonomía; mas para Bonifacio constituía
todo un poema.
. Indudablemente la condesita acaricia-
ba con cierta complacencia el consejo
que acababa de darle su lacayo.
Arrojando de allí a latigazos a Marga-
rito lograba dos cosas: la primera, y pit.
ta ella la más importante, castigar por
su propia mano a la mujer a quien más
odiaba en el mundo, la segunda, produ-
cir un escándalo que haría de todo pun-
de tu ingenio;
”
to imposible la reconciliación con aque-
lla joven que turbaba su sueño,
Bonifacio leía, como si estuvieran es-
critas con gruesos caracteres, en la fren-
te de Emilia las deducciones que acaba-
mos de hacer; y como para él ex7 un buen
negocio en explotación el odio que Emi-
lia profesaba a Margarita, estaba satis-
fecho de sí mismo, acariciando en silen-
cio en el fondo de su alma la bella flor
de la esperanza que nos da fuerza para
soportar las penalidades de esta vida.
Por eso no quiso interrumpir la medi-
tación de su ama; el consejo había: pro-
ducido buen efecto; su obligación se re-
ducía a esperar.
Después de una corta pausa, Emilia
continuó de esta manera:
—Veo, Bonifacio, que apenas pasa un
día sin que me des una prueba evidente
te agradezco el consejo
que acabas de darme y te recompensaré.
Bonifacio inclinó la frente con respeto,
muimurando en voz baja:
—Yo soy agradecido, señorita; puede
“usted disponer hasta de mi vida.
Aquí llegaba el diálogo de nuestros in-
terlocutores cuando Emilia se estremeció,
y un grito involuntario se escapó ae su
pecho.
Bonifació buscó en derredor suyo. la
causa que había producido aquel grito
y vió, con gran satisfacción, venir hacia
ellos por la ancha calle de tilos a Marga-
rita. :
La casualidad, hada de tantos acon=.
tecimientos en la vida, conducía a la po-
bre huérfana; sola y sin el amparo del
marqués ni de su fingida madre, hacia el
sitio en que se nanana” su- irreconciliable
eremiga. ;
Emilia al verla se dirigió hacia ella. +
Bonifacio siguio! a su ama, diciendo
para sí:
y —Creo que. voy a presenciar una esce:
: na divertida. |