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FOLLETIN DE EL MERCANTIL VALENCIANO.
en las conversaciones de mis amos, per-
manecí a alguna distancia, pero sin per-
derlas de vista por si podían serles útiles
ls Servicios,
Aquí el hipócrita Bonifacio exhaló un
protundo suspiro, y cambiando de ento-
nación añadió:
—Conozca que hice mal en no colocar-
me al lado de la señorita Emilia para
evitar cualquier golpe de mano. Yo con-
tinuaba observando la conversación, que
cada vez era más acolarada, y aun creí
advertir que Margarita decía. algunas
frases inconvenientes a la señorita Emi-
lia, pues noté que ésta retrocedió uos
pasos, como asombrada. (
ol rostro del anciano marqués, escu-
chando a Bonifacio, de noble y grave 6e
transformó en pálido y lívido, y el fran-
co semblante del conde en tétrico y som-
brío.
En cuanto al doctor, sólo se ocupaba de-
Emilia, que aun permanecía desmayuda
en la butaca.
Si alguno de los actores de esta escena
que esiamos narrando ligeramente se hu-
biera fijado en el semblante de Emilia,
halbría notado ciertos imperceptibles mo.
vimientos, como si tomara parte en el
relato de Bonifacio; porque Emilia oía
perfectamente a su lacayo, mas para sus
planes le convenía prolongar el peta da
en presencia de su padre.
-—Prosigue—dijo con
conde.
—Pues bien, señor: bofltuó que cometí.
úna gran falta no colocándome al lado
de la señorita, porque de pronto, y tuan-
--»do menos lo esperaba, vi a la señora
Magdalena, que había "estado escondida y
detrás de unas matas, arrojarse sobre la'
señorita Emilia; la cogió por la cintura”
despidiéndola contra un árbol, y Dios sa-
be lo que hubiera sucedido a no presen-
tarme yo a. tiempo y grráncársela de das:
Manos.
E! conde exhaló un grito de cólera.
—No es posible lo que dice Bonifacio.
tartamudeó el marqués,
impaciencia el
guro a vuecencia que hubiera castigado a
esa furia del averno.
—Pero, ¿dónde está esa mujer?—pre=
guntó el conde.
—Magdalena—añadió Bonifacio—, des-
pués del horrible atentado, huyó hacia '
- Madrid con su hija.
—¿Y nadie más que tú ha presenciado
lo que acábas de revelarme?
—A nadie vi en aquel sitio—contestó el
ayuda de cámara.
—Está bien; se ha tratado de asesinar
a mi hija; la justicia castigará con ma-
no fuerte a los culpables.
—¿Qué intentas, Alejandro?-=preguntó
alerrado el marqués,
<—Lo que intento es que concluyan las
contemplaciones; lo qué intento es aplas-
tar a esa víbora que desgraciadamente
hemos alimentado en nuestro mismo ho-
gar.
—ÑPero, ¿crees tú que Magdalena es Ca
paz de cometer un acto tan violento sin
ser movida a ello por una gran causal
observó el marqués,
<-Yo veo a mi hija sin conocimiento
y con el rostro ensangrentado; pregunto
la cáusa de está desgracia, y usted ha
oído la relación que acaba de hacer Bo-
nifacio; el crimen no debe quedar sin cas-
tigo. ;
Y el conde, dirigiendo la palabra al
doctor, añadió:
—Señor don Marcelino, supongo que
no tendrá usted inconveniente en acom-
pañarme a Madrid, pues muy bien pu-
diera Emilia necesitar en el camino 108
auxilios de la ciencia.
El marqués se había dejado caer en el:
ad y cubriéndose el rostro. con las ma-
, VDoraba.
El no podía dar erédito al relato de
Bonifacio; sabía que Margarita y Mag-
dalena eran incapaces de hacer daño a
nadie; pero al mismo tiempo veía a su
nieta herida y desmayada en la butaca.
_La débil imaginación del pobre mar
qués se ofuscaba.
Estaba escrito sin duda que desde el
- fatal día en que obligó a su hija a ocul-
sa —He dicho la verdad, señor marqués; Ed.
si no hubiera tenido en cuenta que la
rita se encontraba aca ase-
tar su primer falta no había de transcu-:
rrir para él una sola hora de calma y A
AÑO,