Full text: Tomo segundo (002)

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FOLLETIN DE EL MERCANTIL VALENCIANO. 
  
en las conversaciones de mis amos, per- 
manecí a alguna distancia, pero sin per- 
derlas de vista por si podían serles útiles 
ls Servicios, 
Aquí el hipócrita Bonifacio exhaló un 
protundo suspiro, y cambiando de ento- 
nación añadió: 
—Conozca que hice mal en no colocar- 
me al lado de la señorita Emilia para 
evitar cualquier golpe de mano. Yo con- 
tinuaba observando la conversación, que 
cada vez era más acolarada, y aun creí 
advertir que Margarita decía. algunas 
frases inconvenientes a la señorita Emi- 
lia, pues noté que ésta retrocedió uos 
pasos, como asombrada. ( 
ol rostro del anciano marqués, escu- 
chando a Bonifacio, de noble y grave 6e 
transformó en pálido y lívido, y el fran- 
co semblante del conde en tétrico y som- 
brío. 
En cuanto al doctor, sólo se ocupaba de- 
Emilia, que aun permanecía desmayuda 
en la butaca. 
Si alguno de los actores de esta escena 
que esiamos narrando ligeramente se hu- 
biera fijado en el semblante de Emilia, 
halbría notado ciertos imperceptibles mo. 
vimientos, como si tomara parte en el 
relato de Bonifacio; porque Emilia oía 
perfectamente a su lacayo, mas para sus 
planes le convenía prolongar el peta da 
en presencia de su padre. 
-—Prosigue—dijo con 
conde. 
—Pues bien, señor: bofltuó que cometí. 
úna gran falta no colocándome al lado 
de la señorita, porque de pronto, y tuan- 
--»do menos lo esperaba, vi a la señora 
Magdalena, que había "estado escondida y 
detrás de unas matas, arrojarse sobre la' 
señorita Emilia; la cogió por la cintura” 
despidiéndola contra un árbol, y Dios sa- 
be lo que hubiera sucedido a no presen- 
tarme yo a. tiempo y grráncársela de das: 
Manos. 
E! conde exhaló un grito de cólera. 
—No es posible lo que dice Bonifacio. 
tartamudeó el marqués, 
impaciencia el 
guro a vuecencia que hubiera castigado a 
esa furia del averno. 
—Pero, ¿dónde está esa mujer?—pre= 
guntó el conde. 
—Magdalena—añadió Bonifacio—, des- 
pués del horrible atentado, huyó hacia ' 
- Madrid con su hija. 
—¿Y nadie más que tú ha presenciado 
lo que acábas de revelarme? 
—A nadie vi en aquel sitio—contestó el 
ayuda de cámara. 
—Está bien; se ha tratado de asesinar 
a mi hija; la justicia castigará con ma- 
no fuerte a los culpables. 
—¿Qué intentas, Alejandro?-=preguntó 
alerrado el marqués, 
<—Lo que intento es que concluyan las 
contemplaciones; lo qué intento es aplas- 
tar a esa víbora que desgraciadamente 
hemos alimentado en nuestro mismo ho- 
gar. 
—ÑPero, ¿crees tú que Magdalena es Ca 
paz de cometer un acto tan violento sin 
ser movida a ello por una gran causal 
observó el marqués, 
<-Yo veo a mi hija sin conocimiento 
y con el rostro ensangrentado; pregunto 
la cáusa de está desgracia, y usted ha 
oído la relación que acaba de hacer Bo- 
nifacio; el crimen no debe quedar sin cas- 
tigo. ; 
Y el conde, dirigiendo la palabra al 
doctor, añadió: 
—Señor don Marcelino, supongo que 
no tendrá usted inconveniente en acom- 
pañarme a Madrid, pues muy bien pu- 
diera Emilia necesitar en el camino 108 
auxilios de la ciencia. 
El marqués se había dejado caer en el: 
ad y cubriéndose el rostro. con las ma- 
, VDoraba. 
El no podía dar erédito al relato de 
Bonifacio; sabía que Margarita y Mag- 
dalena eran incapaces de hacer daño a 
nadie; pero al mismo tiempo veía a su 
nieta herida y desmayada en la butaca. 
_La débil imaginación del pobre mar 
qués se ofuscaba. 
Estaba escrito sin duda que desde el 
- fatal día en que obligó a su hija a ocul- 
sa —He dicho la verdad, señor marqués; Ed. 
si no hubiera tenido en cuenta que la 
rita se encontraba aca ase- 
tar su primer falta no había de transcu-: 
rrir para él una sola hora de calma y A 
AÑO, 
 
	        
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