Full text: Tomo segundo (002)

EL ANGEL DE 
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LA GUARDA 
  
arrollarse de un modo fatal y terrible el 
odio de sus hijas, que ambas eran para 
ella igualmente queridas, 
- Así es que sospechando que algún nue- 
"vo disgusto o alguna nueva desgracia le 
aguardaba, fijó una mirada ansiosa en 
- Su esposo, y preguntó con acento agoni- 
- zante: : 
—Pues, ¿qué ha sucedido? 
-. —Tu hija—contestó secamente el con- 
de—ha corrido hoy grave riesgo de ser 
- Asesinada por una mujer tan infame co- 
mo desagradecida. 
La condesa abrió inmensamente los 
0jos; su semblante se cubrió ce una pa- 
lidez mortal y. su cuerpo se estremeció, 
como si las fuerzas le abandonaran por 
completo. 
En aquel instante Luisa se olvidó de 
que para el conde sólo tenia una bija, 
y estuvo a punto de cometer una gran 
imprudencia. : 
Atortunadamente su esposo vino en su 
ayuda, y antes que sus labios articula- 
ran una pregunta, el conde volvió a de- 
cir: 
—Tranquilízate; leo en tu semblante 
el asombro que en tu alma han causado 
mis palabras. La herida es leve, pero el 
caso es de gran importancia. 
—;¡Herida Emlia!-—exclamó la conde- 
sa—. ¿Qué dices? ¿Dónde esta, dónde está 
mi hija? + 
Y Luisa se levantó, obedeciendo a un 
movimiento nervioso; pero el conde, ex- 
“tendiendo un brazo ante su paso, la obli- 
gó a sentarse, diciendo: : 
—Tranquilízate; el doctor se halla a 
su lado, y ya te he dicho que la herida 
es de poca importancia. 
-—Sea lo que fuere, yo quiero verla— 
replicó la condesa, haciendo un segundo 
movimiento para levantarse. 
- —La verás; nada más justo; pero an- 
tes es preciso que hablemos. La escena 
que ha pasado esta tarde en la quinta 
dei marqués de Malfi pudiera repetirse, 
y yo debo evitarlo. dd 
“ —Pero, ¿no comprendes, Alejandro, 
que estoy sufriendo horriblemente? ¿Có- 
mo quíeres que una madre, al oir que su 
hija se halla herida, pueda permanecer 
tranquila sin estar a su lado? ad 
—¿No te bastan las palabras que te he 
dicho para tranquilizarte? Emilia ha re- 
ido una herida ligera en la frente; la . 
| | den “beneficios que se le habían prodigado, 
<mantuviese viva en su pecho la flor de 
la gratitud; pero, por desgracia, la ex- 
—Pero, ¿quién ha sido el infame que 
herido a mi hija? | o 
AR 
—Estoy seguro de que ha de causarte 
tan profundo asombro como me causó a 
mí cuando lo sepas, 
—¡Su nombre!, ¡su nombre! 
—Tu protegida Magdalena, tu ahijada 
Margarita. 
—¡Oh! ¡Imposible! 
Al oir esta exclamación que brotaba 
del fondo del alma de la condesa, una 
fría sonrisa asomó a los labios del conde, 
y con una calma terrible dijo: 
— Esa es precisamente la respuesta que 
yo esperaba de tu boca. 
La condesa se llevó las manos a la 
frente y dejó caer la cabeza sobre el pe- 
cho. 
Comprendía tarde que dejándose llevar 
del amor maternal acababa de cometer 
una grave imprudencia, y veía con es- 
panto moverse en el fondo de su concien- 
cia algo terrible, amenazador, que le in- 
dicaba que todos sus sacrificios, todos €Us 
sufrimientos, todos sus esfuerzos, llega- 
rían a ser un día inútiles e infructuosos, 
El conde contempló breves instantes en 
silencio el abaíimiento de su esposa, y, 
luego, con gran pausa, como si quisiera 
dejar caer una a una en el corazón de 
Luisa sus palabras, repuso de esta ¡ína- 
nera: 4 , : E 
——Hace algún tiempo que tienes siem- 
pre én los labios palabras de disculpa 
para Margarita, y en verdad, querida 
Luisa, que tu conducta es inexplicable 
para mí. Tenemos una hija, a quien el 
deber y el amor nos obligan a preferir 
a todas las cosas de la tierra; la fatali- 
dad o la expiación de algún crimen que 
hemos cometido hizo que años atrás re- 
cibieras en tu casa una niña, a la que 
en perjuicio de tu hija comenzaste a de- 
mostrar un gran amor. 
—Pero, ¿por ventura, no amo a Emi- 
NA 
—Sospecho, Luisa, que no la amas tan- 
to como debieras. a. o 
—¡Aléjandro! ¡Oh! ¡Qué locura! 
«Te ruego que no me interrumpas. 
Mientras Emilia y Margarita fueron ni- 
ñas reinó la paz en nuestra casa, y la 
hija de los condes de San Marino, la 
heredera de nuestro nombre y fortuna, 
fué bastante condescendiente para sentir 
un cariño casi fraternal por aquella po- 
bre huérfana que crecía a su lado. Pare. 
ce lógico que Margarita, recordando los 
“El ángel de la guarda.—T. M.—113 ; 
 
	        
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