EL ANGEL DE
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LA GUARDA
arrollarse de un modo fatal y terrible el
odio de sus hijas, que ambas eran para
ella igualmente queridas,
- Así es que sospechando que algún nue-
"vo disgusto o alguna nueva desgracia le
aguardaba, fijó una mirada ansiosa en
- Su esposo, y preguntó con acento agoni-
- zante: :
—Pues, ¿qué ha sucedido?
-. —Tu hija—contestó secamente el con-
de—ha corrido hoy grave riesgo de ser
- Asesinada por una mujer tan infame co-
mo desagradecida.
La condesa abrió inmensamente los
0jos; su semblante se cubrió ce una pa-
lidez mortal y. su cuerpo se estremeció,
como si las fuerzas le abandonaran por
completo.
En aquel instante Luisa se olvidó de
que para el conde sólo tenia una bija,
y estuvo a punto de cometer una gran
imprudencia. :
Atortunadamente su esposo vino en su
ayuda, y antes que sus labios articula-
ran una pregunta, el conde volvió a de-
cir:
—Tranquilízate; leo en tu semblante
el asombro que en tu alma han causado
mis palabras. La herida es leve, pero el
caso es de gran importancia.
—;¡Herida Emlia!-—exclamó la conde-
sa—. ¿Qué dices? ¿Dónde esta, dónde está
mi hija? +
Y Luisa se levantó, obedeciendo a un
movimiento nervioso; pero el conde, ex-
“tendiendo un brazo ante su paso, la obli-
gó a sentarse, diciendo: :
—Tranquilízate; el doctor se halla a
su lado, y ya te he dicho que la herida
es de poca importancia.
-—Sea lo que fuere, yo quiero verla—
replicó la condesa, haciendo un segundo
movimiento para levantarse.
- —La verás; nada más justo; pero an-
tes es preciso que hablemos. La escena
que ha pasado esta tarde en la quinta
dei marqués de Malfi pudiera repetirse,
y yo debo evitarlo. dd
“ —Pero, ¿no comprendes, Alejandro,
que estoy sufriendo horriblemente? ¿Có-
mo quíeres que una madre, al oir que su
hija se halla herida, pueda permanecer
tranquila sin estar a su lado? ad
—¿No te bastan las palabras que te he
dicho para tranquilizarte? Emilia ha re-
ido una herida ligera en la frente; la .
| | den “beneficios que se le habían prodigado,
<mantuviese viva en su pecho la flor de
la gratitud; pero, por desgracia, la ex-
—Pero, ¿quién ha sido el infame que
herido a mi hija? | o
AR
—Estoy seguro de que ha de causarte
tan profundo asombro como me causó a
mí cuando lo sepas,
—¡Su nombre!, ¡su nombre!
—Tu protegida Magdalena, tu ahijada
Margarita.
—¡Oh! ¡Imposible!
Al oir esta exclamación que brotaba
del fondo del alma de la condesa, una
fría sonrisa asomó a los labios del conde,
y con una calma terrible dijo:
— Esa es precisamente la respuesta que
yo esperaba de tu boca.
La condesa se llevó las manos a la
frente y dejó caer la cabeza sobre el pe-
cho.
Comprendía tarde que dejándose llevar
del amor maternal acababa de cometer
una grave imprudencia, y veía con es-
panto moverse en el fondo de su concien-
cia algo terrible, amenazador, que le in-
dicaba que todos sus sacrificios, todos €Us
sufrimientos, todos sus esfuerzos, llega-
rían a ser un día inútiles e infructuosos,
El conde contempló breves instantes en
silencio el abaíimiento de su esposa, y,
luego, con gran pausa, como si quisiera
dejar caer una a una en el corazón de
Luisa sus palabras, repuso de esta ¡ína-
nera: 4 , : E
——Hace algún tiempo que tienes siem-
pre én los labios palabras de disculpa
para Margarita, y en verdad, querida
Luisa, que tu conducta es inexplicable
para mí. Tenemos una hija, a quien el
deber y el amor nos obligan a preferir
a todas las cosas de la tierra; la fatali-
dad o la expiación de algún crimen que
hemos cometido hizo que años atrás re-
cibieras en tu casa una niña, a la que
en perjuicio de tu hija comenzaste a de-
mostrar un gran amor.
—Pero, ¿por ventura, no amo a Emi-
NA
—Sospecho, Luisa, que no la amas tan-
to como debieras. a. o
—¡Aléjandro! ¡Oh! ¡Qué locura!
«Te ruego que no me interrumpas.
Mientras Emilia y Margarita fueron ni-
ñas reinó la paz en nuestra casa, y la
hija de los condes de San Marino, la
heredera de nuestro nombre y fortuna,
fué bastante condescendiente para sentir
un cariño casi fraternal por aquella po-
bre huérfana que crecía a su lado. Pare.
ce lógico que Margarita, recordando los
“El ángel de la guarda.—T. M.—113 ;