CAPITULO V
PR
f
CONFORMIDAD DE PAREQERES
»
Serafina indicó un sofá para que se
sentara Bonifacio,
Se comprendía a primera vista que
aquella habitación estaba amueblada por
entregas; no había entre todos los mue-
bles el menor parentesco, ni aun en ter-
cer grado: una butaca de gutapercha,
un sofá de tapicería de lana encarnada
y seis sillas de tapicería de lana azul,
un velador de pino imitando caoba y.
una caja de brasero de nogal. Po
Todo aquello indudablemente se había
comprado en el Rastro o en las prende-
rías, aprovechando los momentos en que
estaban en alza los fondos de Serafina.
Aquel gabinete era una especie de des-
ahogo de los jugadores; allí entraban a
hablar con Serafina de sus alegrías o
de sus desgracias, y más de un reloj
había pasado en aquel local de las ma-
nos de su dueño a las de Serafina para
que lo empeñara.
Como nuestros lectores no deben haber
- olvidado a esta «señora» que nos ocupa,
es inútil que repitamos que su concien-
Cia era muy ancha y poco escrupulosa;
se ganaba, pues, la vida como Dios o el
- diablo le daban a entender, y tan pronto
: - desempeñaba el papel de madre con una
- hija alquilada como el de pobre y des-
paa viuda.
Sabido es que no están todos los acto-
- Tes YX: Jas actrices contratados en los tea-
dE tros; muchos pululan por el mundo re-
E ; presentando esta la sa que ge llama. co- E
; media humana. ]
—Serafina fué a sentarse al jelo: de Bo-
e nifacio, Mu usando la más cariñosa son-
poeta Quevedo dijo a sus contemporá-
neos, la mejor de todas es la de: «Po-
deroso caballero es don dinero.»
-—Indudablemente, señora, usted no
me recuerda—respondió Bonifacio,
—Crea usted que desde que entró en
mi casa le miro y busco... :
—Usted me ha visto tres o cuatro ves
ces en su casa de la calle del Olmo.
—¡Ah! ¿Ha ido usted alguna vez a wi
casa?
—SÍ,
propia.
Esta contestación tenía esoo de in-
tencionada, tratándose de la casa que en
la calle del Olmo poseía Serafina. |
—Entonces, no recuerdo por quién...
—Por don Andrés de Olmedo,
Serafina no había visto a Andrés des-
de la desgraciada aventura de la calle
de los Caños; y como era un buen pa-
rroquiano, temerosa sin duda de que se
hubiera ofendido, le había faltado valor
señora, aunque no por cuenta
para ir a enterarse del desenlace de tan
desagradable asunto.
Así es que se quedó mirando a Bonifa- i
cio como se mira a un emisario cuando
Se ignora si es amigo 0 enemigo.
Bonifacio era demasiado listo para
comprender todo lo que pasaba en la ima-
ginación de aquella mujer; y para tran
quilizarla, porque creía más conveniente
servirse de ella que tener que buscar un
cómplice nuevo, le dijo:
- —Pues sí; yo visité alguna vez la casa
de usted, antes que don Andrés sufriese
el malhadado percance de la calle de los
CARO que tan fatales consecuencias 1
> ha producido.
- —Crea usted que no me consolaré nunca,
- de aquella desgraciada aventura. Pero,
¿quién podía creer que un amigo tan ín-
des timo como el señorito Miguel?...
-—Pues ahí verá usted como en ciertos
A io ide toda RA es poca; |