EL ANGEL DE LA GUARDA
tanto, Magdalena, cojiendo por una ma-
no a la que ella llamaba su hija, le dijo:
—¿Eres feliz, Margarita?
—¡Oh! Mucho, madre mía; pero siento
grandes deseos de llorar. |
- Eso es natural, hija mía. Todas las
muchachas honradas lloran en el día de
- su boda,
—Y sin embargo, yo estoy muy contenta,
porque voy a unirme con el hombre que
amo con toda mi alma; y el corazón me
dice que seré feliz; porque Miguel es bue-
no, generoso, condescendiente,
-——Miguel es digno de ti, hija mía. Dios
bendecirá vuestra unión. Además, la di-
- funta señora condesa, cuyo nombre no
_depemos olvidar para bendécirlo siempre,
al dejarte dos millones de dote ha ase-
gurado vuestro porvenir. Esa
—¡Ah! Mi felicidad hubiera sido más
completa si la señora condesa se hallara
- entre nosotros. ¡Me amaba tantol,.. ¡Po-
bre señora! a
—Dios'la llamó asu lado—repuso Mag
-dalena enjugándose las lágrimas—. Pero
ella bendice vuestra unión desde el cielo.
—¡Ya están abí!l, ¡ya están ahíl—excla-
mó Micaela, retirándose del balcón—.
Corro a su encuentro, para ser la 'prime-
-ra en reprenderles por su tardanza.
Micaela salió del balcón y Margarita
se conmovió vivamente, :
+. El rostra encantador de la joven pali-
_deció, pero de pronto aparecieron en él
los. sonrosados tintes del rubor,
¡Ah! ¡Qué bello, qué hermoso es el.;
virginal rubor cuando asoma en las cas-
tas mejillas de las vírgenes! Los labios
-sonríen tímidamente; los ojos se bajan
-—al suelo humedecidos, y el alma se con-
“Tmueve al impulso de emociones descono-
-cidas. Cupido se complace en conturbar
el casto corazón de la prometida, cuyo
- espíritu se vivifica y se inflama, perfu-
mado por el misterioso soplo del amor.
Margarita estaba en aquel momento
hermosa como nunca. La castidad, la
pureza de la vifgen y el juguetón espí-
ritu del amor mantenían una dulce ba-
talla en su alma. La antorcha de Hime-
“neo iba en breve a terminar aquella lu-
cha con un beso nacido en el fondo de
dos corazones enamorados. a
Un momento después Micáela entró or-
gullosa en el salón, cogida del brazo del
general.
- Detrás seguían su esposo y su hijo.
da Miguel abrazó al marqués, luego a |
estaba Margarita. : oe
¡Qué hermosa .estás!—le dijo en voz:
Magdalena, y por fin se acercó adonde
baja, besándole la mano... >
Margarita nada dijo, pero fijó en su
prometido una mirada que encerraba un
poema de amor, |
—¡A la capilla, señores, a la capillal=
dijo el marqués—, Miguel, da la mano
a tu futura esposa, y abre la marcha,
acompañado del señor cura.
La comitiva se dirigió hacia la capilla,
siguiendo a los prometidos esposos y. al
sacerdote, :
El marqués dió el brazo a Micaela y
el general a Magdalena, que lucía un
magnífico vestido de gro negro. El mé-
. dico Tarancón y el coronel Redondo se-
guían después, con la hermana del doc-
tor, y por último, los trabajadores y al-
gunos vecinos, que habían sido invitados
para oir la misa y tomar el chocolate.
En el grupo de los aldeanos se veía un
joven de veintiocho años, extremadamen-
te moreno, el cual no apartaba su mira-
da de la novia. E
En aquella mirada podía adivinarse
“algo siniestro; pero la “alegría era tan
grande, que nadie se fijó en aquel hom-
; bre. . y A
Sin embargo, sus facciones eran de esas
que denuncian fácilmente al individuo
que las posee, y un hombre conocedor
de las razas humanas hubiera dicho sin
vacilar que el misterioso aldeano no era
hijo.de Europa. O
-La capilla se llenó de gente. El hombre
moreno, aunque procuraba ocultarse en
el sitio más oscuro, no por eso perdía de
vista a la feliz pareja, como 6i quisiera
enterarse. hasta del menor detalle de
aquélla ceremonia religiosa.
La bendición del sacerdote cayó sobre
las juveniles cabezas de Miguel y Mar-
garita. - : Mes e:
Trémulos, conmovidos de felicidad; ella
con los ojos humedecidos por las lágri-
mas, él con la sonrisa en los labios, pro-
nunciaron el dulce «sí», quedando unidos
ante Dios y ante los hombres, A
Desde aquel momento los novios se vie-
ron abrumados por las enhorabuenas,
los abrazos, los besos, los apretones de
“manos. Los hombres envidiaban a Mi- s
guel; las mujeres a Margarita, que, reja
como una amapola, no sabía otra cos
que sonreirse, sintiendo un gran deseo
de quedarse sola, de verse libre de tantas
/ miradas como en ella se fijaban, de tanta JeÑe