Full text: Tomo segundo (002)

  
EL ANGEL DE LA GUARDA 
tanto, Magdalena, cojiendo por una ma- 
no a la que ella llamaba su hija, le dijo: 
—¿Eres feliz, Margarita? 
—¡Oh! Mucho, madre mía; pero siento 
grandes deseos de llorar. | 
- Eso es natural, hija mía. Todas las 
muchachas honradas lloran en el día de 
- su boda, 
—Y sin embargo, yo estoy muy contenta, 
porque voy a unirme con el hombre que 
amo con toda mi alma; y el corazón me 
dice que seré feliz; porque Miguel es bue- 
no, generoso, condescendiente, 
-——Miguel es digno de ti, hija mía. Dios 
bendecirá vuestra unión. Además, la di- 
- funta señora condesa, cuyo nombre no 
_depemos olvidar para bendécirlo siempre, 
al dejarte dos millones de dote ha ase- 
gurado vuestro porvenir. Esa 
—¡Ah! Mi felicidad hubiera sido más 
completa si la señora condesa se hallara 
- entre nosotros. ¡Me amaba tantol,.. ¡Po- 
bre señora! a 
—Dios'la llamó asu lado—repuso Mag 
-dalena enjugándose las lágrimas—. Pero 
ella bendice vuestra unión desde el cielo. 
—¡Ya están abí!l, ¡ya están ahíl—excla- 
mó Micaela, retirándose del balcón—. 
Corro a su encuentro, para ser la 'prime- 
-ra en reprenderles por su tardanza. 
Micaela salió del balcón y Margarita 
se conmovió vivamente, : 
+. El rostra encantador de la joven pali- 
_deció, pero de pronto aparecieron en él 
los. sonrosados tintes del rubor, 
¡Ah! ¡Qué bello, qué hermoso es el.; 
virginal rubor cuando asoma en las cas- 
tas mejillas de las vírgenes! Los labios 
-sonríen tímidamente; los ojos se bajan 
-—al suelo humedecidos, y el alma se con- 
“Tmueve al impulso de emociones descono- 
-cidas. Cupido se complace en conturbar 
el casto corazón de la prometida, cuyo 
- espíritu se vivifica y se inflama, perfu- 
mado por el misterioso soplo del amor. 
Margarita estaba en aquel momento 
hermosa como nunca. La castidad, la 
pureza de la vifgen y el juguetón espí- 
ritu del amor mantenían una dulce ba- 
talla en su alma. La antorcha de Hime- 
“neo iba en breve a terminar aquella lu- 
cha con un beso nacido en el fondo de 
dos corazones enamorados. a 
Un momento después Micáela entró or- 
gullosa en el salón, cogida del brazo del 
general. 
- Detrás seguían su esposo y su hijo. 
da Miguel abrazó al marqués, luego a | 
estaba Margarita. : oe 
¡Qué hermosa .estás!—le dijo en voz: 
Magdalena, y por fin se acercó adonde 
baja, besándole la mano... > 
Margarita nada dijo, pero fijó en su 
prometido una mirada que encerraba un 
poema de amor, | 
—¡A la capilla, señores, a la capillal= 
dijo el marqués—, Miguel, da la mano 
a tu futura esposa, y abre la marcha, 
acompañado del señor cura. 
La comitiva se dirigió hacia la capilla, 
siguiendo a los prometidos esposos y. al 
sacerdote, : 
El marqués dió el brazo a Micaela y 
el general a Magdalena, que lucía un 
magnífico vestido de gro negro. El mé- 
. dico Tarancón y el coronel Redondo se- 
guían después, con la hermana del doc- 
tor, y por último, los trabajadores y al- 
gunos vecinos, que habían sido invitados 
para oir la misa y tomar el chocolate. 
En el grupo de los aldeanos se veía un 
joven de veintiocho años, extremadamen- 
te moreno, el cual no apartaba su mira- 
da de la novia. E 
En aquella mirada podía adivinarse 
“algo siniestro; pero la “alegría era tan 
grande, que nadie se fijó en aquel hom- 
; bre. . y A 
Sin embargo, sus facciones eran de esas 
que denuncian fácilmente al individuo 
que las posee, y un hombre conocedor 
de las razas humanas hubiera dicho sin 
vacilar que el misterioso aldeano no era 
hijo.de Europa. O 
-La capilla se llenó de gente. El hombre 
moreno, aunque procuraba ocultarse en 
el sitio más oscuro, no por eso perdía de 
vista a la feliz pareja, como 6i quisiera 
enterarse. hasta del menor detalle de 
aquélla ceremonia religiosa. 
La bendición del sacerdote cayó sobre 
las juveniles cabezas de Miguel y Mar- 
garita. - : Mes e: 
Trémulos, conmovidos de felicidad; ella 
con los ojos humedecidos por las lágri- 
mas, él con la sonrisa en los labios, pro- 
nunciaron el dulce «sí», quedando unidos 
ante Dios y ante los hombres, A 
Desde aquel momento los novios se vie- 
ron abrumados por las enhorabuenas, 
los abrazos, los besos, los apretones de 
“manos. Los hombres envidiaban a Mi- s 
guel; las mujeres a Margarita, que, reja 
como una amapola, no sabía otra cos 
que sonreirse, sintiendo un gran deseo 
de quedarse sola, de verse libre de tantas 
/ miradas como en ella se fijaban, de tanta JeÑe 
 
	        
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