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CAPITULO
IA
DONDE LA CONDESA CONVENCE A SU PADRE.
Margarita y Magdalena habían $a- |
indis-.
Densables por la mayor comodidad de su.
Ádo a hacer algunas Compras,
Roble huésped.
La noche anterior habían enviado al
lario de Avisos» un anuncio que de-
me que una joven profesora de piano
deseaba encontrar discípulas, o un co-
0 de señoritas donde entrar de maes-
Este suelto había sido redactado de
Veinte modos, para economizar líneas.
Después de almorzar, Margarita y
agdalena salieron, como hemos dicho.
El marqués de Malfi se hallaba solo
ñ la modesta habitación de la calle de:
rdadores. El noble anciano estaba
Ñ ntento y feliz viviendo bajo el mismo
lecho que su querida Margarita.
Don Pablo se hallaba en el comedor,
entado junto a la ventana, disfrutando
€ un benéfico rayo de sol y contem-
lando con dulce éxtasis el trozo de cie-
de azul purísimo que se extendía an-
sus ojos.
Aquel cielo le recordaba su hermosa
tinta, y acariciaba en su pecho la es-
E ranza de que tarde o temprano haría
Us Margarita regresara a ella,
e estas reflexiones le distrajo. el so-
Moro timbre de la campanilla que anun-
aba una visita,
—¿Tan pronto?—se dijo el marqués
hablando consigo mismo—, No. pueden
€r ellas.
“Y como en la casa no había criados,
el marqués se dirigió en persona a abrir
la, puerta, encontrándose con gran sor-
resa frente a frente de su hija, la con-'
sa de San Marino.
uisa se arrojó en los brazos de su
'0?
Ya sabía yo que vendrías a 2 verme.
Es quien al verla, exclamó con jú-.
¡Cuánto siento que no estén en casa
Margarita y Magdalena!
—¿Está, usted solo?-——preguntó con in-
quietud Luisa.
—Solo completamente.
—Tanto mejor, pues tengo que hablar
con usted de asuntos graves, que nadie,
absolutamente nadie debe oír. :
—¡Estás pálida y trémulal ¿Qué 'su-
cede? : -
—Hoy nada; mañana tal vez
gran desgracia.
Don Pablo cerró la puetta y condujo
a su hija hasta el gabinete.
AMíÍ se sentaron el marqués en un si-
llón y su bija en una silla, a su lado,
—Vamos, habla; nadie puede oirnos—
dijo el anciano.
Luisa cogió carifiosamente la mano
de su padre, fijó en él los ojos llenos
de lágrimas, y con una entonación de
cariñosa ternura, dijo:
—Padre mío, tú sabes lo que he su- .
frido, tú sabes lo que sufro. Pues bien:
todo mi doloroso pasado no puede coin-
pararse con lo que me reserva el porve-'
nir, si no logro convencerte de que
abandones esta casa.
—¡Cómo! ¿Y eres tú, Luisa, la que vie-
nea proponerme que me separe de Mar-
garita?
—Sí, yo, la madre, viene a suplicarte
una
que te separes de la hija. Figúrate qué
dlar causará esta súplica a mi cora-
zón. ¡Ah! Margarita no puede compren-
áer el daño que ha hecho a la que ella
llama su bienhechora, abandonando la
quinta de Carabanchel.
—La calumnia, la envidia y la infa-
mia la han arrojado de ela.
—¿Y qué es la calumnia cuando la
conciencia duerme tranquila en e f0n=
do del alma?
—Es una mancha, Hija mía, que no:
se lava tan fácilmente, BROS, aun: