Full text: Tomo segundo (002)

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CAPITULO 
IA 
DONDE LA CONDESA CONVENCE A SU PADRE. 
Margarita y Magdalena habían $a- | 
indis-. 
Densables por la mayor comodidad de su. 
Ádo a hacer algunas Compras, 
Roble huésped. 
La noche anterior habían enviado al 
lario de Avisos» un anuncio que de- 
me que una joven profesora de piano 
deseaba encontrar discípulas, o un co- 
0 de señoritas donde entrar de maes- 
Este suelto había sido redactado de 
Veinte modos, para economizar líneas. 
Después de almorzar, Margarita y 
agdalena salieron, como hemos dicho. 
El marqués de Malfi se hallaba solo 
ñ la modesta habitación de la calle de: 
rdadores. El noble anciano estaba 
Ñ ntento y feliz viviendo bajo el mismo 
lecho que su querida Margarita. 
Don Pablo se hallaba en el comedor, 
entado junto a la ventana, disfrutando 
€ un benéfico rayo de sol y contem- 
lando con dulce éxtasis el trozo de cie- 
de azul purísimo que se extendía an- 
sus ojos. 
Aquel cielo le recordaba su hermosa 
tinta, y acariciaba en su pecho la es- 
E ranza de que tarde o temprano haría 
Us Margarita regresara a ella, 
e estas reflexiones le distrajo. el so- 
Moro timbre de la campanilla que anun- 
aba una visita, 
—¿Tan pronto?—se dijo el marqués 
hablando consigo mismo—, No. pueden 
€r ellas. 
“Y como en la casa no había criados, 
el marqués se dirigió en persona a abrir 
la, puerta, encontrándose con gran sor- 
resa frente a frente de su hija, la con-' 
sa de San Marino. 
uisa se arrojó en los brazos de su 
'0? 
Ya sabía yo que vendrías a 2 verme. 
Es quien al verla, exclamó con jú-. 
¡Cuánto siento que no estén en casa 
Margarita y Magdalena! 
—¿Está, usted solo?-——preguntó con in- 
quietud Luisa. 
—Solo completamente. 
—Tanto mejor, pues tengo que hablar 
con usted de asuntos graves, que nadie, 
absolutamente nadie debe oír. : 
—¡Estás pálida y trémulal ¿Qué 'su- 
cede? : - 
—Hoy nada; mañana tal vez 
gran desgracia. 
Don Pablo cerró la puetta y condujo 
a su hija hasta el gabinete. 
AMíÍ se sentaron el marqués en un si- 
llón y su bija en una silla, a su lado, 
—Vamos, habla; nadie puede oirnos— 
dijo el anciano. 
Luisa cogió carifiosamente la mano 
de su padre, fijó en él los ojos llenos 
de lágrimas, y con una entonación de 
cariñosa ternura, dijo: 
—Padre mío, tú sabes lo que he su- . 
frido, tú sabes lo que sufro. Pues bien: 
todo mi doloroso pasado no puede coin- 
pararse con lo que me reserva el porve-' 
nir, si no logro convencerte de que 
abandones esta casa. 
—¡Cómo! ¿Y eres tú, Luisa, la que vie- 
nea proponerme que me separe de Mar- 
garita? 
—Sí, yo, la madre, viene a suplicarte 
una 
que te separes de la hija. Figúrate qué 
dlar causará esta súplica a mi cora- 
zón. ¡Ah! Margarita no puede compren- 
áer el daño que ha hecho a la que ella 
llama su bienhechora, abandonando la 
quinta de Carabanchel. 
—La calumnia, la envidia y la infa- 
mia la han arrojado de ela. 
—¿Y qué es la calumnia cuando la 
conciencia duerme tranquila en e f0n= 
do del alma? 
—Es una mancha, Hija mía, que no: 
se lava tan fácilmente, BROS, aun: 
 
	        
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