Full text: Tomo segundo (002)

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FOLLETIN DE EL Y AGANTIL VALENCIANO 
  
que me rodea desde que ella se ha mar- 
chado! 
—Pues bien: es preciso no perder la es- 
peranza; ela volverá. 
—¡Ah! Tu buen deseo te engaña. 
—Yo procuraré convencerla, 
—Nada conseguirás. 
—Demos tiempo al tiempo. 
—El que me queda de vida es muy 
corto. : 
—¡No ofendas a Dios! 
—Tengo el presentimiento de que vi- 
viré poco. 
—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Yo he venido aquí 
a buscar algún consuelo, y sólo encuen- 
tru el dolor! 
Estas palabras fueron pronunciadas 
con una expresión tal de angustia, que 
el anciano, olvidando por un instante 
sus sufrimientos, fijó una mirada en 
Luisa. 
—¿Vienes tal vez a anunciarme alguna 
nueva desgracia?—preguntó. 
Luisa se cubrió el rostro con las ma- 
nos. 
El anciano continuó: ; 
—Habla; no temas aumentar mis su- 
frimientos; estoy connaturalizado con el 
dolor. La vida me es insoportable, y só- 
lo espero la calma en la paz del sepul- 
ero. y : 
—Sí, dices bien, padre mío; para cier- 
tas criaturas la muerte es un consuelo, 
un gran beneficio, 
—Tú aun eres joven para pensar en 
la muerte. 
—¿Qué importan la juventud ni la for- 
tuna cuando se ha perdido la paz del 
alma, cuando apenas pasa un día sin 
que vea con espanto crecer en torno mío 
los peligros? ¡Ah! ¡Si tú supieras, padre 
mío!... : 
- La condesa se dejó caer en un sillón 
próximo al que ocupaba su padre, y lle- 
vóse las manos a los ojos para enjugarse 
las lágrimas. : 
—He comprendido, querida Luisa, que 
tenías algo grave que decirme. ¡Cuántas 
lágrimas has derramado por mi culpal 
¡Cuán desgraciada te ha hecho mi egoís- 
-Y todas estas lágrimas, todos estos 
sufrimientos, serán al fin infructuosos; 
tí lo verás, padre mío, No importa que 
se quiera ocultar la vergúenza de una 
falta, pues esa falta tarde o temprano 
asoma al rostro para vendernos, para 
-— desenmascararnos y cubrirnos de opro- 
bio, porque llega un día en que el sufri- 
miento se agota, y ese día no está lejano 
para mí. : 
Y como el marqués guardara silencio, 
temeroso sin duda de oir alguna nueva - 
y terrible revelación, Luisa añadió: E 
—Ayer pasé horas de indecible angus- 
* tia, de temores sin cuento. 
—Deposita en mi pecho tus penas, hi 
ja mía; nadie en el mundo las comprende 
ni las compadace como yo. 0 
—Dios sin duda ha escrito en el libro. 
de mi vida la palabra «infortunio»; nues- 
tro secreto no vive solamente en lo más: 
recóndito de nuestros corazones; la espo- 
sa del coronel Redondo, la misma qué 
vino a cumplir las últimas disposiciones 
dei capitán Alvarez, vive y vino ayer Y 
verme. pe 
—Pero, ¿esa mujer sabe?.. —preguntó. 
sobresaltado el anciano. a 
—Todo, padre mío, td 
—Entonces, estamos perdidos. ¡Ah! ¿De: 
qué habrían servido tantos sufrimientos 
si revelase al fin nuestro secreto? 
—¡Diós tenga piedad de nosotros : 
—Es preciso a toda costa que esa MU 
jer calle. oÉ e 
—Me canso de luchar. me. 
—Si no por nosotros, al menos por tU 
esposo, pues amargaríamos su existen” 
cia. : : : 
Y como Luisa, abismada y silenciosas 
permaneciera inmóvil, el anciano añadió 
—Supongo que esa mujer te habrá 1: 
puesto condiciones. 
—Ninguna. 
-—¡Es extraño! 
—Cuando me demostró por sus palab 
que sabía quién era la madre de Marg% 
rita, quedé aterrada. 
—Prosigue. a 
'—Pero ella me dirigió frases de consut- 
lo, procurando tranquilizarme, pues 4. 
que estaba muy agradecida a los favores 
que, sin duda por nuestra influencia, h4- 
- bfa concedido el Gobierno a su esposo. 
—Recuerdo que en la época de tu casar. 
miento ese hombre era simplemente alfé* 
—Sí; tú influiste para que le dieran Y 
empleo de teniente, y luego el de cab” 
tán con el traslado a Manila, a 
—¿Y hoy es coronel? Pues bien: si sab 
guardar el secreto, emplearé las influ 
cias que aun me quedan y será brigadie' 
—A pesar de las palabras dulces. y 
tranquilizadoras que esa mujer me di" 
gió, comprendí que tenía ambición, PU 
me dijo que su hijo amaba a mi hija. 
 
	        
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