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FOLLETIN DE EL Y AGANTIL VALENCIANO
que me rodea desde que ella se ha mar-
chado!
—Pues bien: es preciso no perder la es-
peranza; ela volverá.
—¡Ah! Tu buen deseo te engaña.
—Yo procuraré convencerla,
—Nada conseguirás.
—Demos tiempo al tiempo.
—El que me queda de vida es muy
corto. :
—¡No ofendas a Dios!
—Tengo el presentimiento de que vi-
viré poco.
—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Yo he venido aquí
a buscar algún consuelo, y sólo encuen-
tru el dolor!
Estas palabras fueron pronunciadas
con una expresión tal de angustia, que
el anciano, olvidando por un instante
sus sufrimientos, fijó una mirada en
Luisa.
—¿Vienes tal vez a anunciarme alguna
nueva desgracia?—preguntó.
Luisa se cubrió el rostro con las ma-
nos.
El anciano continuó: ;
—Habla; no temas aumentar mis su-
frimientos; estoy connaturalizado con el
dolor. La vida me es insoportable, y só-
lo espero la calma en la paz del sepul-
ero. y :
—Sí, dices bien, padre mío; para cier-
tas criaturas la muerte es un consuelo,
un gran beneficio,
—Tú aun eres joven para pensar en
la muerte.
—¿Qué importan la juventud ni la for-
tuna cuando se ha perdido la paz del
alma, cuando apenas pasa un día sin
que vea con espanto crecer en torno mío
los peligros? ¡Ah! ¡Si tú supieras, padre
mío!... :
- La condesa se dejó caer en un sillón
próximo al que ocupaba su padre, y lle-
vóse las manos a los ojos para enjugarse
las lágrimas. :
—He comprendido, querida Luisa, que
tenías algo grave que decirme. ¡Cuántas
lágrimas has derramado por mi culpal
¡Cuán desgraciada te ha hecho mi egoís-
-Y todas estas lágrimas, todos estos
sufrimientos, serán al fin infructuosos;
tí lo verás, padre mío, No importa que
se quiera ocultar la vergúenza de una
falta, pues esa falta tarde o temprano
asoma al rostro para vendernos, para
-— desenmascararnos y cubrirnos de opro-
bio, porque llega un día en que el sufri-
miento se agota, y ese día no está lejano
para mí. :
Y como el marqués guardara silencio,
temeroso sin duda de oir alguna nueva -
y terrible revelación, Luisa añadió: E
—Ayer pasé horas de indecible angus-
* tia, de temores sin cuento.
—Deposita en mi pecho tus penas, hi
ja mía; nadie en el mundo las comprende
ni las compadace como yo. 0
—Dios sin duda ha escrito en el libro.
de mi vida la palabra «infortunio»; nues-
tro secreto no vive solamente en lo más:
recóndito de nuestros corazones; la espo-
sa del coronel Redondo, la misma qué
vino a cumplir las últimas disposiciones
dei capitán Alvarez, vive y vino ayer Y
verme. pe
—Pero, ¿esa mujer sabe?.. —preguntó.
sobresaltado el anciano. a
—Todo, padre mío, td
—Entonces, estamos perdidos. ¡Ah! ¿De:
qué habrían servido tantos sufrimientos
si revelase al fin nuestro secreto?
—¡Diós tenga piedad de nosotros :
—Es preciso a toda costa que esa MU
jer calle. oÉ e
—Me canso de luchar. me.
—Si no por nosotros, al menos por tU
esposo, pues amargaríamos su existen”
cia. : : :
Y como Luisa, abismada y silenciosas
permaneciera inmóvil, el anciano añadió
—Supongo que esa mujer te habrá 1:
puesto condiciones.
—Ninguna.
-—¡Es extraño!
—Cuando me demostró por sus palab
que sabía quién era la madre de Marg%
rita, quedé aterrada.
—Prosigue. a
'—Pero ella me dirigió frases de consut-
lo, procurando tranquilizarme, pues 4.
que estaba muy agradecida a los favores
que, sin duda por nuestra influencia, h4-
- bfa concedido el Gobierno a su esposo.
—Recuerdo que en la época de tu casar.
miento ese hombre era simplemente alfé*
—Sí; tú influiste para que le dieran Y
empleo de teniente, y luego el de cab”
tán con el traslado a Manila, a
—¿Y hoy es coronel? Pues bien: si sab
guardar el secreto, emplearé las influ
cias que aun me quedan y será brigadie'
—A pesar de las palabras dulces. y
tranquilizadoras que esa mujer me di"
gió, comprendí que tenía ambición, PU
me dijo que su hijo amaba a mi hija.