EL ÁANGE1L “-
LA GUARDA 337
——¿A Margarita?
"No; a Emilia,
«¿Y te pidió su mano?
Me suplicó que me interesara por él.
- —¡Ah! Ese es, en efecto, un nuevo peli-
gro. ¿Y conoces tú a su hijo?
—Sí; va algunas noches a casa; le pre-
sentó el yerano pasado Andrés de Ol-
medo.
—Luisa, es preciso obrar con mucha
prudencia en este asunto. Esa mujer
puede perdernos.
—A pesar de lo aturdida que me halla-
ba, tuve bastante valor para dominarmeé
y la demostré mucho cariño. Ella me
abrazó con muestras de contento, y me
juró que guardaría el secreto hasta la
Muerte.
—No debemos fiarnos. Es preciso vivir
alerta, :
—¡Ah! ¿Y de qué valdría nuestra cun-
fianza si ella quisiera hablar?
—Sí, sí; dices bien; si ella quisiera...
—Sin embargo, me ha dado una prueba
indudable de su buena fe.
- —¿Y qué prueba es esa?
—Alvarez, al morir, le entregó un me-
-dallón con una cadena de oro y una mi-
—Niatura. En este medallón se ballaba im-
Presa con letras de oro la fecha del naci-
-_Miento de Margarita, y encerraba además
una trenza de cabellos míos. La miniatu-
ra era mi retrato. Reconocí las prendas,
pues yo se las había dado en otro tiempo.
—¿Y dices que te las ha entregado?
—¿Sin ponerte condiciones?
-—Ninguna. +
- Eso me devuelve la esperanza; pues
-Si esa mujer tratara de explotar el se-
creto que posee, hubiera guardado esas
pruebas irrecusables de tus amores con
el capitán Alvarez. Sin embargo, se me
Ocurre una idea: que vaya a verla hoy
Mismo el doctor Tarancón.
—¿Y para qué?
Don Marcelino puede, con más sere-
nidad que tú, sondear el corazón de esa
mujer, y ofrecerla que se protegerá a su
Marido. :
Luisa hizo uri gesto de indiferencia.
_—Cenfieso, padre mío, que no me ins-
pira el menor recéleo la esposa del coro-
el Redondo. +00
- —Pero, ¿y cuando se convenza de que
los deseos y pretensiones de su hijo se
desvanecen ante la negativa del conde de
an Marino? Porque supongo que tu es-
poso no se avendrá a entregar la mano
de su hija a un joven sin fortuna,
—¿Por qué no, si ellos se aman?
—¿Los apoyarás tú?
—Sí; con todas mis fuerzas.
—Eso sería uná locura,
—Padre mío, recuerda el pasado; no ol-
vides mi historia. Si ellos se aman, yo
protegeré su amor. ¿Qué importa el oro
ni los títulos ante la paz del alma?
—Es verdad.
—Pero no es eso solamente lo que me
aflige.
—¿Aun hay más? ,
—Sí, porque para las mujeres culpa-
bles como yo, las combinaciones funestas
no terminan nunca. :
—Habla.
—Anoche me hallaba encerrada en mi
dormitorio, llorando, como siempre que
me encuentro sola, cuando vi entrar a:
mi esposo. En su rostro advertí cierta
gravedad, impropia de su carácter fran-
co y alegre. Me reprendió dulcemente por |
la tristeza que con frecuencia notaba en.
mi semblante y por las lágrimas que nun-
ca se secan de mis ojos.
Luisa se detuvo un momento y conti-
nuó de este modo: Eno
—Yo procuré disuadirle de que todo lo
que le disgustaba y extrañaba era eélo
hijo de mi carácter. El conde no me crt-
yó, atribuyendo mi eterna melancolía a
la ausencia de Margarita.
—Pero no advertiste si él sospechaba...
—No, porque en ese caso estoy segura
de que me hubiera expuesto clara y ter-
minantemente sus sospechas, pidiéndome
con franqueza una respuesta categórica,
No, no; mi esposo no sabe nada; atribu-
ye mis lágrimas a otra causa MUy distin-
ta, porque si supiera la verdad, él, que
me ama tanto, me mataría sin compa-
sión, y yo al morir, bendecirí:. su nom-
bre, besándole las manos manchadas Con
mi sangre. dd
—Dices bien; el conde no sospecha na-
- da —repuso el anciano suspirando.
—Pero, ¿sabes lo que vino a proponer-
me, o por mejor decir, a exigirme? :
—¿Qué? A
—Escucha, El conde, mi esposo, Cret
que tú y yo amamos infinitamente más
a Margarita que a Emilia, y quiere que
e le señale a Margarita una pensión y |
que Salga para siempre de Madrid.
—¿Y tú has accedido a esa imposición
tiránica?—preguntó el marqués con enér-
gico eLenios es ca