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E MESA O A RAR
así no sé que haya tabernas por allá abajo, ni que ningún
pez se dedique a vender vino. ¿No sois de mi opinión?
—¡ Sí, sí! ¡Bravo !—exclamaron los marineros.
—Heme, pues, a bordo de una de esas pesadas y burdas
cáscaras de nuez que se llaman juncos, en compañía de una
docena de marineros color de azafrán, a las órdenes de un
patrón imponente, gordo como un rinoceronte, con una co-
leta hasta los zancajos y unos bigotes cuyas lacias guías
le bajaban hasta la cintura. Sin que os lo diga, sabéis
todos que los bigotes chinos no tienen fuerza para mante-
nerse erguidos, y se encorvan naturalmente y tienden hu-
mildes a dirigirse hacia tierra. Es cuestión de raza.
Figuraos al viejo Catrame (bueno, entonces no lo era to-
davía ; estaba aún en plena juventud, y mi barba era negra
y mi cabeza tenía abundante pelo); figuraos al viejo Catra-
me, digo, en compañía de aquellos amarillentos marineros,
que cuando hablaban rechinaban como lima que muerde al
hierro. Además no comían en todo el santo día sino arroz,
sirviéndose de unos palillos de marfil, y por la noche se
emborrachaban con opio. ¡Oh! Si no hubiera estado yo allí
para echar una mano al timón o para dirigir la ruta, no sé
adónde habría ido a parar el mísero junco.
”Pero veo que estoy divagando, como me decía la otra
noche el capitán—prosiguió papá Catrame, lanzando so-
carrona mirada a nuestro comandante, —y vuelvo al suceso.
Habíamos salido de Cantón con rumbo a la costa orien-
tal de Australia para buscar moluscos, que no sirven para
nada, pero que los chinos aprecian más que las ratas sa-
ladas, que los perros jóvenes estofados y que la salsa de
giang seng. Se llaman... ¡por Júpiter!... se llaman...
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