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blo chino. Hace algunos años los hijos del Celeste Impe-
rio fijaron sus miradas en la tierra americana bañada por
el Océano Pacífico. La noticia de los criaderos de oro
descubiertos en California había atravesado los mares, y
sacó de sus casillas a millares y millares de coletudos ce-
lestiales, ávidos de enriquecerse en aquella opulenta re-
gión.
Bastaron pocos años, pocos meses puede decirse, para
que se infestara la costa entera de esos emigrantes. El
pequeño comercio cayó casi en sus manos, invadieron to-
dos los puestos disponibles, y sus colonias fueron en breve
muchas y florecientes.
Pero el cambio de clima, las privaciones que se impo-
nían para acumular rápidamente grandes riquezas, y las
fatigas y trabajos que soportaban, acababan con muchos
de ellos, los cuales no pudieron volver a su patria a gozar
del producto de su labor y de sus ahorros, ni siquiera a
descansar eternamente en la tierra en que habían nacido;
y el morir fuera de su patria disgustaba sobremanera a
los amarillos hijos del Celeste Imperio.
- "Los emprendedores americanos olfatearon un buen
negocio y constituyeron muy pronto una sociedad que
ofrecía a los emigrados chinos repatriar sus restos me-
diante ciertas condiciones.
»Y de ahí nació el buque-féretro, lúgubre nave que zar-
paba con su cargamento completo de muertos.
"Mediante ciertas operaciones, se preservaba a los ca-
dáveres por cierto tiempo de la corrupción, se les encerra-
ba en sendos ataúdes, llevábaseles a bordo, y a las
cinco o seis semanas se les desembarcaba en un puerto
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