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Entonces abandona las montañas, desciende a las pra-
deras herbáceas inferiores o a las llanuras a perseguir ca-
- ballos, bueyes, alces y bisontes. ¡Ay del rebaño que sor-
prende! Hace en él verdadero estrago, pues no se conten-
ta con matar uno o unos cuantos animales.
A veces lleva su audacia hasta acercarse y entrarse
en las poblaciones para robar y matar cerdos, por los cua-
les tiene marcada predilección, gustándole comérselos vi-
vos, como si gozase oyendo sus desesperados gruñidos.
Como pueden bien figurárselo mis lectores, los anglo-
americanos, y especialmente los que viven en las faldas
de las montañas, persiguen activamente a 'esas fieras, aun
sabiendo que es una de las cazas más peligrosas. ¡ Cuán-
tos cazadores salen en persecución de uno de esos osos y
no vuelve ya más a su casa!
Uno de ellos—hablo de los osos—estableció su domici-
lio hace algunos años en una inmensa montaña cerca de
una población del Utah. Al principio se mantenía de fru-
tas, pero luego se hizo más audaz, y tal vez hostigado
por el hambre a causa de las grandes nevadas, acercóse a
un poblado de mineros, llegando un día a intentar el asal-
to de una pocilga. Ahuyentáronlo los repetidos e insisten-
tes ladridos de los perros, pero los mineros vieron sus
huellas y decidieron acabar con aquel peligroso vecino.
Juan Randolph, viejo cazador de la pradera que había
cazado muchos bisontes y muchos osos, y Enrique Mac-
pherson, excelente tirador, salieron una mañana del ca-
serío bien armados y resueltos a cazar el oso. Hacía frío,
y la nieve que caía cubría con su manto inmaculado las
copas de los pinos de setenta y hasta cien metros de altu-
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