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Pronto acudieron los marineros; primero los más ani-
mosos, los medrosos después, y por último los supersti-
ciosos, acercándose y rodeando en silencio al contramaes-
tre. El capitán fué el último que llegó, llevando en la mano
otra botella.
Todos respetaban el recogimiento del viejo marinero, y
ninguno se hubiera atrevido a sustraerle a sus meditacio-
nes, a no ser el capitán, que no tenía como virtud dominan-
te la paciencia y no tardó mucho en gritar:
—¡ Eh, Catrame! ¿Te has dormido ?
El viejo alzó la cabeza y mirando al capitán:
—¿Cree usted en el Rey de los mares?-—le preguntó
a boca de jarro.
El comandante prorrumpió eon una carcajada; pero
ningún marinero le imitó. Por el contrario, todos le miraron
con estupor, como asombrados de que no diese crédito a lo
que contaba el tío Catrame.
El lobo marino no pareció ofenderse; pero arrugó la
frente, y golpeó con sus manos callosas y nudosas los bor-
des de la barrica.
Luego volvió a sumergirse en sus pensamientos por cor-
tos instantes; de pronto se irguió como si hubiese hallado
lo que búscaba en el arsenal de sus recuerdos, y princi-
pió así:
-—Hoy ya no se estila. Las buenas costumbres de los
antiguos marineros se han desechado como hierro viejo, y
nadie cree que valga la pena de rendir a Neptuno, el rey de
los mares, el debido homenaje. ¿Qué importa que los bu-
ques se vayan a pique en mayor número que antes? Son
sticesos, dicen unos; accidentes, dicen otros. ¡ Al diablo las
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cala