-———bería haber más que
niños y a
-40 ERRE T
muchedumbre que en apretadas filas asis-
tía a su caida, una mirada de bestia
acosada.
La muerte había clavado ya en su
frente su garra implacable.
Escuchó, casi sin comprenderla, el acta
de acusación. :
Sin embargo,
“rrogatorio, el
brarse.
Y encontró la fuerza de
- gúur.
Por: de pronto, echó toda da responsa-
bilidad de los actos de salvajismo co-
metidos en Nantes, sobre sus cómplices.
Al oírle, era inocente de cuanto se le
imputaba. No habia tenido jamás miás que
un deseo: salvar la causa de la Repú-
blica, amenazada por los chuanes, y ser-
vir a la Revolución.
Pero las pruebas, de minuto en minuto,
se hacían más acusadoras.
Sus a ia sus satélites, a su vez,
echaban sobre él la responsabil idad de
todo lo que él les reprochaba.
El fué quie m tuvo la idea de la muerte
_por inmersión, de los «casamientos repu-
blicanos>.
Ebrio de cólera, aetárader, con los
ojos inyectados de sangre, Go a
-clamó:
——Jlnfame y cobarde embustero...!
¿Nos acusas a nosotros...? Aquí no de-
un acusado, y ese,
_eves tú. Tú, el autor de estas mons-
- truosidades; tú, que has hecho matar a
inujeres encinta, con desprecio
de todas las leyes... ¡Ah! ¡Si aquellos a
- quienes hiciste perecer pi a salir de
sus tumbas, vendrían a confundirte, co-
cuando empezó el inte-
miserable pareció reco-
disc cut 1r, de ar-
E barde y vil patriota!
Una enigmática sonrisa dibujóse en los
: labios de Carrier.
- Los muertos no ha blan—pensaba el
miserable, |
EA ASA O
4 bb A'S
Mas en el mismo instante, y como para
darle el más formidable mentís, levantóse
una voz de entre la muchedumbre.
Un hombre, subido en el banco donde
estaba sentado, exclamó, con voz firme y
potente:
—Yo, Juan de Langevinay, acuso a
ese hombre... Yo, Juan de Langevinay,
condenado al suplicio infame ss
samiento republicano», acuso a
bre de ser, él sólo, el inventor
tor de ellos.
Los aullidos de la muchedumbre aho-
garon la voz del acusador.
—¡Muera Carrier...! ¡Pruebas!
las aquí!
El presidente reclamó el silencio, y
cuando estuvo restablacido, ordenó, en vir-
tud de su poder discrecio mal, y de acuerdo
con el acusador público, que el ciudadano
de Langevinay fuera llamado como testigo
en el acto. OS
En dos sal Juan de Lan;
estuvo ante 5 bla. o
Una mujer le seguía: María Cristina,
—(¿ Quién es esta caigo ps 1tó el
presidente. :
—La mía, ciudadano des
—¡ Brizna de pe: el joven polic dal
aulló Carrier. a
En cuanto el dede hubo hado a
Langevinay y a María Cristina las pre-
guntas reglamentarias, añadió:
—Akhora, ciudadano, habla; ¿qué es lo
que sabes? :
Con varonil entere
<Ca-
e hom-
y es au-
?
za, Juan de Lange=
vinay empezó su relato: 23
—Después de haher arreglado en Bur-
deos algunos asuntos de familia, ma dis-
puse a reunirme en Nantes con mi pro-
metida, a la que había dejado algunas
semanas antes.
—¡Una aristócrata! —dijo Carrier, en
un alarido de rencor.
—Una inocente, a quien quisiste ig