EL LA
LORD DE
ella un saco de cuero, del que extrajo
úm gran sobre, PARE y sellado.
Durante su relato, Carot y Langevinay
habían cambiado elocuentes miradas.
Cristina, distraída, miraba el fuego, y
no parecía poner atención a lo que el
hombre decía:
—¿De modo que tú eres el ciudadano
Carot?—yolvió a preguntar el correo.
-—Si.
— Toma, pues, lo que para ti se me
había confiado.
Y le tendió el sobre.
Rompió Carot los sellos, sacó de él
unos papeles, y los recorrió con la vista,
rápidamente.
Eran dos salvoconductos a nombre de
_Carot y Henneville, conminando a todo
ciudadano francés y a las autoridades ci-
viles y militares a ponerse a la disposición
de los tenedores de aquellos salvoconduc-
tos, y prestarles, si era preciso, todo su
apoyo.
Además de estos documentos, había una
carta acreditando a Carot cerca de los je-
fes irlandeses. Carot, enviado extraordi-
nario de la República, tenía plenos pode-
res para tratar con ellos. Otro documento
idéntico estaba extendido a nombre del
-— ciudadano Henneville, que debía servirse
de él en el caso de que Carot fuese muer-
to o hecho prisionero.
Se adjuntaba también un pliego con
las particulares instrucciones de Bona-
parte sobre la finalidad que se perseguía
en Irlanda, y la organización del movi-
- miento revolucionario contra Inglaterra,
movimiento que sería sostenido por el Go-
bierno francés, realizando un desembarco
de tropas en el punto de las costas irlan-
desas que se hubiese elegido, de común
acuerdo, entre los jefes de la insurrección
y el enviado de Bonaparte.
Así que Carot hubo leído estos docu-
mentos, le preguntó el correo: :
—¿Qué debo contestar?
MASCARA
VERDE 15
-—Di que mañana habré partido.
—¿Debo esperar a que partas?
—Por el contrario, te invito a que mar--
ches sin perder momento.
—Bien; me vuelvo, pues, a Calais.
-—No; ve a Boulogne. Es conveniente:
que el hombre que te ha espiado crea
que no has salido todavía de esta casa..
— Tienes razón; buena suerte.
—Gracias.
Oyó Carot, cuando el hombre salió de:
la habitación, que Mateo le ofrecía bebi--
das refrescantes
Cristina e ontó la cabeza. :
—El hombre que ha disparado sobwe el
mensajero de Bonaparte, es Eblis.
Todo duerme en la casa de los Sini-
baldi. Puertas y ventanas están cerradas.
Fuera ruge el viénto, doblegando los ár-
boles, que se estremecen con sordos ge-
midos, y cuyas ramas secas se quiebran,
a veces, con ruidos intermitentes, y caen a.
tierra, después de un instante de vacila-
ción, siendo empujadas de aquí para allá
por el impetuoso viento. Insensible a éste,
una joven se mantiene de pie, apoyada en
un árbol, envuelta en una gran capa, cu-
yOs el e sujeta con ambas manos, ten-
dida al viento la cabellera negra.
Es la hermosa Antonia Sinibaldi que,
como todas las noches, sueña, en la sole-
dad, contemplando las ondas rumorosas
del mar. '
La noche sin luna impide ver la tris-
teza de sus facciones y las lágrimas que
se deslizan a lo largo de sus mejillas. El
viento apaga en sus labios un gemido. :
No sintiéndose vigilada por sus herma--
nos, da libre rienda a su dolor.
Piensa en Chanteroi, en el infiel aman-
te que le prodigó los más tiernos juramen-
tos, y que un día desapareció de su lado-
sin dejar huella, privándola del consuelo»,