ETE EORD0. DE LA
-—¡Ahl — respiró el conde. — Menos
mal. Tomad, señores.
—¿Qué dicen esos ?—preguntó O:rso.
—«Va bene... Va bene...»
Un rasgo de lord Rutland
Joyce Plum y Tiny Cragg, los dos
guardias, esperaban: en el gran salón
contiguo al gabinete de trabajo de lord
Rutland, lord jefe de la policía extran-
jera, ministro que, en aquel mnmento,
dirigía el Gobierno de Ingla'erra en au-
sencia de Su Majestad Jorge UL, de Wi-
lliam Pitt y de los demás ministros, que
acababan de partir para Escocia.
El lord se había convertido en un
personaje importantísimo. Todos los asun-
tos del Estado pesaban sobre él.
No disponía de un minuto, y todo su
tiempo lo empleaba en expedir correos
al rey y a William Pitt, para tenerles al
corriente de los acontecimientos que ocu-
rrían, tanto en Inglaterra, como en €
continente.
Esta falta de tiempo impidió que lord
Rutland se presentase en la cárcel en
que se encerraba a los que eran acusados
de conspirar contra la Gran Bretaña.
_Avisado de la detención de dos tran-
ceses, había enviado a un magistrado para
que procediera a un inierrogalorio pre-
liminar, antes de hacerles comparecer en
su presencia.
a hemos visto cómo el digno juez
MASCARA VERDE
se había apvesurado a ir a darle cuenta
de las declaraciones de Langevinay.
Asombrado, el lord dió orden de que le
llevasen los prisioneros a su despacho.
Plum y Cragg fueron los encargados
del traslado, y persuadidos de que con-
venía asegurarse de que no podían huir,
les pusieron unas gruesas esposas de ace-
ro, y, además, se aferraron a: sus brazos.
Una vez llegados a la antesala, con-
sintieron en soltarles, pero no en qui-
tarles las esposas, por lo cual Langevimay
y Orso comenzaron a quejarse y a ha-
cerlas sonar una contra otra, con la in-
tención de hacer el mayor ruido posible.
Atraído por el tumulto, un secretario
salió a rogarles que cesaran en él.
Langevinay contestó alzando la voz
cuanto pudo, diciendo que a un noble
no se le debía esposar como a un vulgar
criminal.
Resultado de todo eso, fué que el
iord jefe mandó recado de que les quita-
sen las esposas y los introdujeran en su
despacho. ,
Al ver a Langevinay, lord Rutland
dió un salto, y despidió con un gesto
á su secretario.
—Buenas tardes, milord — dijo Lan-
gevinay ;—¿cómo estáis?
—¡Ah! — exclamó el lord. — Es el
amigo de Caroto. (Asi es coma siempre
le había llamado, en su francés un poco
fantástico). ¿Por qué estáis aqui?
-—No lo sabemos, milord.
Le estrechó la mano, calurosamente, y
después, a Orso.
—¿Por qué habéis sido detenidos? ¿Si-
gue bien Caroto? ¿Cómo va vuestra de-
liciosa esposa?
—Muy bien, milord; os doy las gra-
cias por vuesiro inierés. ¿Tenéis noiicias
de Italia? ¿Cómo siguen lady Seymour
y su esposo?
— ¿Sabéls... ?