DS - CAROL CORTA CABRA ZAD
Los enemigos del gran comerciante le
acusaban de burlar a los aduaneros y,
por consiguiente, de defraudar enormes
sumas al Estado.
Pero esto mo había sido
NUNCA,
El alcalde de Galway, de cuya leal-
tad no se sospechaba, porque su madre
era inglesa y su mujer escocesa, y no
podía ser acusado de favorecer a los 1r-
landeses, era un amigo personal de Pa-
trick Coleridge.
Es verdad que aceptaba a menudo ba-
rricas de ron y de ginebra, jamones ahu-
mados, sacos de te y de azúcar, elc.,
¿pero, podía impedir a Patrick Colerid-
ge que hiciera regalos a un hombre por
el cual sentía gran estimación ?
Algunas personas maliciosas pretendían
que el alcalde vendía su silencio, y se
hacía pagar cara la venda que tenía so-
bre los ojos en ciertas circunstancias.
Pero es sabido que el que ocupa un
cargo público está forzosamente expuesto
a la maledicencia. Sea ello lo que fuere,
»robado
lo cierto es que, desafiando la opinión,
Patrick Coleridge hacía negocios fabu-
losos, y los barcos dedicados al trasporle
de mercancias que hacian escala en Gal.
way, vendíanle siempre parte de su carga.
No debe, pues, extrañar que, en una
fría mañana de diciembre, Patrick Co-
leridge se hiciera trasladar a bordo de
«La Estrella», para realizar compras frue-
tíferas y vigilar el trasporte de cuanto
acababa de adquirir.
Como un bueno y antiguo cliente, Screbs
le recibió con los mayores miramientos
y quiso beber con él, en honor de su bue-
na amistad, un ponche formidab:e.
Coleridge aceptó.
—Capitán Screbs — dijole, después
de humedecer sus labios,—los negocios,
son los negocios. ¿Qué hay?
—Todo lo que me habéis pedido, está
aqui,
—Bien. Haced desembarcar las mer-
cancias, que yo mismo inspeccionaré.
¿Cuándo partís?
-—Mañana.
—Venid esta noche 'a comer conmigo,
y os pagaré el precio convenido.
—Tengo confianza en vos — dijo
Serebs; — no os pido dinero adelantado.
—Aunque me lo pidierais — dijo Co-
leridge, no os lo daría. Aunque no
tuvieseis confianza en mi, lo mismo sería.
Sois un astuto bribón, Screbs, pero yo
soy gato viejo, y serías capaz de ha-
cerme pagar las mercancias que luego
os olvidaríais de entregarme. Ya os ha
sucedido una vez.
—-Si—contestó Screbs,—pero como en
el siguiente viaje olvidasteis pagarme to-
das las mercancias entregadas, estamos
en paz. |
—Hice balance. Los negocios, son los
negocios. Aquí hay el doble de las mer-
cancías pedidas. Pasaré la primera ins-
pección cuando estén alineadas en los ma-
lecones.
Hay trabajo para toda la mañana.
—Voy bien abrigado, y pago a mis
dependientes para que trabajen.
—Voy a dar las órdenes. Hasta la
noche.
Patrick Coleridge dejó la embarcación.
Durante más de una hora, vigiló el
trasporte de los sacos, de las cajas, de los
bultos, de los toneles; más tarde confió
este cuidado a su primer dependiente, y se
dirigió a su despacho.
Después del almuerzo, el encargado se
avistó con su patrón, para rendir cuentas.
—¿Y bien — díjole Patrick, — las
mercancías están ya en su sitio?
—Sí, señor Coleridge, pero debo pre-
veniros que se impone una seria Inspec-
ción. Me ha parecido que las cajas de
te eran muy ligeras, los bultos de algodón
menos apretados. He visto cajas de vai-
milla abiertas. Hay sacos que no están lle-